miércoles, 1 de febrero de 2012

Siete & el Tigre Harapiento, Leonardo A. Oyola

Siete & el Tigre Harapiento, Leonardo A. Oyola


Oyola, Leonardo
Siete &: el Tigre Harapiento. - 1a. ed. - Buenos Aires: Gárgola, 2005.
208 p. ;21xl4cm.
ISBN 950-9051-71-3
1. Narrativa Argentina. I. Título
CDD 863
Colección LAURA PALMER NO HA MUERTO
www.laurapalmernohamuerto.blogspot.com
oliverio@deloscuatrovientos.com.ar
Editor: Ricardo Romero
Diseño Gráfico: Matías Timarchi
© 2005 Leonardo Oyóla
© 2005 Gárgola Ediciones
de Editorial De Los Cuatro Vientos
Reservados los derechos
Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723
I.S.B.N.: 950-9051-71-3
Impreso en Argentina
De los Cuatro Vientos Editorial
Balcarce 1053, Oficina 2
(1064) - SanTelmo - Buenos Aires
Tel/fax: (054-11)-4300-0924
iníb@deloscuatrovientos.com.ar
www.deloscuatrovientos.com.ar


























Buenos Aires, Marzo / Julio de 2004
A mi maestro, entre tantas cosas, por haberme
enseñado a imaginarlos.
A mis camaradas de los jueves, cuando educa
Mickey, por los que ellos crean.
A Freduli, aunque a veces no lo entienda, porque
lucha por él.
A mis viejos, por todo, por darme uno y por
haberme traído a él.
A Susana & Andrés, por estar siempre y, sobre todo,
por el que hicieron.
Y a mi Leticia... por ser EL mundo.
...ya Duran Duran, obvio,
(sí, uno es new romantic).



"Tigre, tigre, que ardes brillante
en los bosques de la noche:
¿Qué mano u ojo inmortal
pudo delinear tu tremenda simetría?
¿En qué profundidades o cielos distantes
ardió el incendio de tus ojos?
¿ Con qué alas se atreve tu aspiración?
¿ Cuál es la mano que osa atrapar tal fuego?
¿Y cuál escápula, cuál arte pudo
entrelazar las fibras de tu corazón?
Y cuando tu corazón comenzó a latir
¿qué mano tremenda, qué pies tremendos?
¿Cuál es el martillo, cuál es la cadena?
¿En cuál horno se forjó tu cerebro?
¿En qué yunque? ¿Qué terrible garra
se animó a asegurar sus mortíferos terrores?
Cuando las estrellas dispararon sus dardos
y regaron el cielo con sus lágrimas:
¿sonrió él al ver su obra?
¿El que hizo al Cordero fue quien te hizo?
Tigre, tigre, que ardes brillante
en los bosques de la noche:
¿Qué mano u ojo inmortal
pudo delinear tu tremenda simetría?"

"ElTigre", William Blake (1757-1827).
Del libro CANTARES DE EXPERIENCIA (1794).



#1. DEMASIADA INFORMACIÓN

Donde las vías del ferrocarril del Norte se cruzaban con la calle Pampa, bajo un cielo rojo sangre, moribundo y próximo a enlutarse, durante las últimas horas de ese último domingo de abril; de regreso del hipódromo nacional, en la jardinera alquilada por el Jockey Club, siendo pretérito ya, el recorrido por Blandengues, metiéndose ambas manos en los respectivos bolsillos del pantalón, y al tacto corroborando solo la tela, las piernas y lo que ya sabía, Miguelito Dávila, despojado hasta del boleto de vuelta -obligatoriamente abonado por anticipado con el de ida- con los ojos colorados y la amargura como rostro, descendió del tranway, colmado de una masa de la que él
resultó ser el último orejón del tarro, y se quedó un largo rato experimentado un ya conocido deja vu, ahí, como se dijo anteriormente, en Pampa y la vía.
Masticando su impotencia, formuló la pregunta retórica:
¿cómo era posible que Zanzíbar, un reservado de La Quebrada, que dejara tan brillante impresión, allá, en su oriunda La Plata, durante su única muestra en la que ganó por el inusual margen de trece cuerpos; sucumbiera este briozo alazán, ante Trenzado? ¡Justo ante Trenzado! Un ilustre perdedor, aquel zaino, en la Copa de Precoces. Como imposible era que Compañerísimo-¿cómo rival? aparentemente ausente- entre tantas promesasy favoritos, eclipsado por potrillos de físicos superlativos al suyo;dejando atrás a estas figuras hegemónicas, haya sido el primero en cruzar el disco.
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¡Así no se puede, viejo! Con caballos como esos, cuando lo imposible es posible en una tarde en Palermo, el pick de la onceava, el pick de la quinta, el triplo de la décimo tercera y la cuatrifecta de la décimo quinta, a ganador, a nuestro Miguelito Dávila, la suma del pozo acumulado termina descendiendo a
menos que cero. Sobreviviente de otro naufragio, Dávila, con las tinieblas
ya instaladas tanto dentro como fuera de él, supo que el rescate estaba en camino al reconocer el toque de un cornetín. Cascos tamborillando acompasadamente contra el adoquín de la calle, precedieron a un cuarteador cabalgando un percherón de imponente estampa, que emergieron de la cuesta de Barrancas de Belgrano, a la par del bondi a tracción a sangre que estaban
asistiendo. Terminado el repeche, siempre sobre la marcha, el jinete se desenganchó del coche. Desnudando su cabeza del funyi, se despidió del cochero -que repitió el gesto con su rancho- y del mayoral del interno 931, ambos uniformados con trajes verde oscuro. Los dos eran conocidos de Miguelito, que no dudó en hacerles una seña para que se detuvieran. El
guarda descendió de la jardinera y estrechó con vigor la mano de Dávila. El conductor, eternas riendas en mano, no se molestaba en disimular el desprecio de su mirada.
—Taño, me tenés que salvar, por favor, llévame —le suplicó al mayoral.
—Salerni, no se le da limosna a un burrero —como hablando a la nada intervino el cochero develando en su pronunciación el acento de su España natal.
Salerni le respondió reprendiendo con sus ojos grises. Su mirada centelló un furioso "caliese".
Dávila, como ignorando lo escuchado, le contestó con una rutinaria fórmula de cortesía: "¿Qué tal, Don Amenábar?
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¡Tanto tiempo! ¿La familia bien? ¿Sus cosas bien? ¿Todo bien? ¿Y el perro? ¿Cómo era que se llamaba?". Volviéndose hacia el mayoral: "hasta Chacarita Taño. Es lo único que te pido".
Salerni se acicaló el ancho bigote, muy despacito, pronunciando su forma. Estoico, dictó sentencia: "hasta Chacarita.
--Va por Doña Dávila, por tu mujer y por tu hijo. Por vos... todos mártires y santos inocentes".
—Me parece bien -estuvo de acuerdo Miguelito, también impertérrito-, un viaje más largo nos dejaría a mano por mis favores en la época del degüello-retrucó.
Ahora Amenábar hacía oídos sordos.
"Hasta Chacarita", insistió el mayoral sin dejarse amedrentar por la insinuación de un pasado de asociación ilícita, permitiéndole acceder a la unidad para ubicarse ambos en el primer asiento. Atrás, solo viajaba una parejita. "Nosotros te dejamos del lado de afuera", agregó, "en breve, te quedas adentro del cementerio".
La boca de Miguelito esbozó una tímida sonrisa involuntaria. Los ojos, como el dos de oro, se abrieron de forma exagerada. Un río de frío sudor le recorrió la espalda.
—¿Y... y vos qué sabes? -tartamudeó al preguntar.
—¡La calle sabe, Miguel! ¡Ella siempre sabe!
Dávila, en ese instante, moría por un cigarrillo. No quiso abusar pidiéndolo. Pero como si le leyera el pensamiento, Salerni le ofreció uno. El Taño, conocedor de su condena a muerte, no iba a negárselo. No era quién.
-¡Jamás se muerde la mano que te alimenta! ¿Por qué lo hiciste? ¿Se puede saber en qué estabas pensando?
-¡Me tenían agarrado de las bolas, Taño! ¡Prácticamente estaba engayola! Ni una hora duraría dentro de la jaula ¿sabes? Ni una!
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-Ahora hay que ver si duras una noche. Los Sastre te andan buscando.
Dávila ocultó su rostro entre sus manos; después deslizó pesadamente las palmas hasta el cuello. Era la tercera vez en el día que hacía ese gesto. La primera fue con la victoria de Trenzado, la segunda con la de Compañerísimo.
Miguelito se quería y se iba a morir.
—De esta no zafo, Salerni —murmuró negando con la cabeza, la mirada fija en el piso de la jardinera.
-El Viejo no perdona nunca Miguel -chicaneó el Taño-. Si deja pasar una, sabe que se va a correr la bolilla que se está ablandando... hay hasta quien dice y afirma que ya está gaga -agregó.
-¡Obvio que está gaga! ¡Si el Tigre Harapiento es el que maneja todo desde hace rato! -estalló Dávila inquietando sus gritos a los demás pasajeros. Amenábar, disgustado, reprochó sobre su hombro.
-¡Tranquilízate Miguel!
-¡Cómo me voy a tranquilizar! ¡Cómo me voy a tranquilizar! ¡Zanzíbar y la puta madre que te re mil parió! ¡Zanzíbar y la concha de tu madre! ¡Esa fija era mi boleto a la provincia Salerni! ¡mi oportunidad de irme a la mierda entendés!
-¡Tranquilízate te dije! ¡Tranquilízate! -le ordenó zamarreándolo para que reaccionara-, yo te voy a dar el dinero para que te vayas al interior. Es poco, pero para que llegues y busques un laburo, te tiene que alcanzar.
A Dávila se le llenaron los ojos de lágrimas. Intentó murmurar un gracias que el mayoral evitó interrumpiéndolo.
-En Medrano y Corrientes, frente a la estación de los Lacroze...
-El Café de Los Loros- ubicó de inmediato Miguel.
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-Te encuentro ahí, exactamente a medianoche. Paran solo los de la empresa, así que vas a estar a salvo hasta que llegue.
Miguelito le palmeó la pierna derecha. Salerni miraba las veredas. Salvo las esporádicas arengas de Amenábar a los caballos, en el interno 931 reinó el silencio poco más de media hora.
-Esta es tu parada. Ya sabes, a las doce... y Miguel, que no te vaya agarrar orejeando en alguna mesa -le advirtió.
Miguelito, ruborizado, asintió con la cabeza. Nuevamente le estrechó la mano a Salerni, ante la previsible indiferencia del cochero, contrariando la norma descendió de la jardinera en movimiento. Tenía que bajar pateando por la avenida unas veinte cuadras y, cuando llegara, hacer tiempo poco menos de
dos horas aproximadamente para volver a verse con el Taño.
-No vale la pena, Salerni -exhalando aire opinó Amenábar.
-Su familia lo vale.
—Eso no se discute —coincidió el cochero—, pero los dos sabemos que Miguelito se va a mandar a mudar sin ellos.
-Exacto... van a estar mejor sin él -afirmó el mayoral.
* *
En el Café de los Loros, no se hablaba de otra cosa que no fuera lo que iba a ser el paso obligado ante el advenimiento del futuro que ya estaba entre ellos. Cocheros, mayorales, Inspectores, mozos y parroquianos se llenaban la boca con los más diversos comentarios acerca de la gran jardín era roja con
capacidad para 36 pasajeros sentados contra los 20 tradicionales; que andaba sola y sin la necesidad de caballos; esa que la noche del 22, salió desde los portones de Palermo en Plaza Italia alcanzando la increíble velocidad de 36
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kilómetros por hora mientras hacía llover chispas doradas desde el cable por el que corría.
—¡Llegó en un pestañear a Canning y Las Heras! —comentó alguien muy entusiasmado.
—¡Y eso que va amarrada del techo con un palito! ¡Que sino sale volando, cono! —aseguró un gallego marcando precedente.
Miguelito entró en el café, y al ver la cruz que presidía la puerta principal dándole una tácita bienvenida, alzando la diestra tocó los pies del Jesús crucificado antes de persignarse. Pasó por delante del mostrador, desde donde estudió el lugar hasta hallar la ubicación perfecta en una mesa solitaria, olvidada y anónima entre el bullicio propio del establecimiento, acrecentado por la noticia que generó el primer viaje de un tranway eléctrico en la ciudad; que tenía fascinado a todo el gremio, a excepción de los cuarteadores -y de los equinos que no podían manifestarlo claro está— sabedores estos de que los
días de su labor estaban contados.
Dávila se dejó caer en una de las dos sillas vacías del lugar escogido para la espera. Mucho antes de lo previsible, lo atacó un mozo preguntándole qué se iba a servir. Pidió una botella de ginebra prediciendo como la iba a estirar hasta que llegara Salerni. El Taño, inevitablemente, también se iba a tener que
hacer cargo de esta cuenta. El alcohol en su garganta tuvo un efecto restaurador. De pronto, y con solo un par de vasos, ya no soportaba tanto peso sobre sus hombros; la soga al cuello no ahogaba y por esto hasta se daba el lujo de percatarse de una nueva oportunidad. Más bien de maquinarla.
Improvisar sobre la marcha siempre había sido su especialidad. Por lo menos eso se mentía, y se creía, Miguelito Dávila. Viendo lo que acontecía a su alrededor, fue cómo elaboró una alternativa para conseguir más dinero a invertir en su fuga. Aunque no fuera consciente de ello, para Dávila
su obsesión por el verbo ganar siempre lo dejaba conjugando el antónimo. A solo unos pasos de él, en una mesa circular de paño verde, se barajaban naipes españoles entre cuatro jugadores. Miguelito sabía el nombre del juego. Y se reconocía muy bueno para él. Solía llenarse la boca afirmando que sí él
fuera una carta, no había ninguna duda: el sería el ancho bravo.
Sumido en su delirio de as de espadas se encontraba hasta que en su cabeza como un recuerdo descuidado retumbó la advertencia que Salerni le hiciera poco antes de que abandonara el interno 931: "Miguel... que no te vaya a agarrar
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Lo mejor sería esperar a que viniera el Taño, tomar el dinero e irse juntos; después cada uno seguiría su rumbo. La noche todavía sería joven para duplicar, triplicar y cuadriplicar la suma que le entregara. Solo era cuestión de elegir muy bien juego y jugadores. En el Abasto bien podría ir al  billar de los Maidana para ensayar su rutina -esa que le hizo ganar mucho en San
Telmo, además de una negativa popularidad- fingiendo torpeza con el taco, siendo chambón adrede, pagando mucho el primer partido y ofreciendo el doble para la revancha, desflorando al incauto en el bueno.
Otra que también podría hacer, aprovechando su parada obligatoria en la zona, era la de ir a las riñas de gallos que se hacían en el Burdel de los Labios Mentirosos. Con Don Alcides, el verdadero dueño de todas las aves peleadoras que allí se presentaban, como lo habían hecho varias veces en el pasado, podrían dar el batacazo con el tongo garantizado de apostar al tapado que en verdad era el campeón. Pero después lo pensó mejor, y además de que el correntino se llevaba más de la mitad, al que lo calaban siempre era a él por ser el único
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en poner la ficha en el perdedor que después no era tal. A ver si esa noche justo se avivaban. ¡Lo que le faltaba!
Dávila razonó que tal vez sería mucho más prudente esperar su llegada a Córdoba, donde pensaba radicarse y empezar su nueva vida. De la capital de la provincia solo tenía dos datos que lo convencieron en su elección: sabía que era una gran ciudad... y que tenía hipódromo. No iba a ser muy difícil encontrar las respectivas paradas para los otros vicios. Miguelito Dávila no había nacido para ser peón de campo, tampoco para jinete. Difícilmente podría adaptarse al ámbito rural. Le faltaba disciplina, no solo como laburante: carecía de la misma
también para el azar del que pretendía vivir. Nunca supo lo que era retirarse a tiempo, y por abusarse de la racha, salir ganando no le era un recuerdo propio.
"Aguántate hasta Córdoba", dijo en voz alta. "Sólo un par de días", se admitió el mejor panorama para su situación.
El sonido de los dados chocando entre sí dentro de un cubilete que los agitaba tapaba el medio centenar de voces allí presentes. Las fichas de dominó lo cegaban encandilándolo con su brillo y las caprichosas formaciones que fueran tomando.
La ausencia en su mano de un terceto de cartas formando un intento de banico le daba comezón a sus dedos. Se puso de pie, pero prefirió petrificarse antes de dar un paso. Si se movía, definitivamente la iba a cagar. Miró hacia el techo como Cristo cuando, implorando al cielo oscuro del Getsemaní, deseó retóricamente que se apartara de él ese cáliz. Y al revolear los ojos encontró a un diablo, no el diablo, avanzando determinado e implacable con la mirada fija clavada en él, abriéndose paso entre los clientes. Imposible no identificarlo entre tantos uniformes verde oscuro y cuarteadores cuya indumentaria no
perdía la esencia de un pasado en el campo. Imposible no
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reconocerlo después de percatarse del mechón blanco en su flequillo que ya era leyenda.
El Café de los Loros enmudeció ante su presencia. Miguelito cerró los ojos deseando infantilmente que cuando los abriera ese demonio ya no estuviese en el recinto o que él se encontrara en otro lugar. Cualquiera de las dos opciones le daban igual: ambas eran mucho más que idóneas para concretar su deseo. Balbuceó lo que añoraba en el medio de una breve oración, inaudible y perdida entre tanto cuchicheo.
Y al despegar los párpados, solo cocheros, mayorales, cuarteadores, Inspectores, mozos y parroquianos fue lo que encontró. Quiso mentirse que aquella figura solo había sido producto de su febril imaginación alentada por los nervios que tenía de punta. Una mala jugada. Un gol en contra en eso que llamaban balonpié y que estaba tan en boga. "Pronosticar los resultados de los partidos de fobal, ese es un negocio con futuro", aventuró.
Intentó fabular otro final, sin moraleja, feliz y anónimo; y eso comenzó a pintarle una sonrisa. Mostrando los dientes estaba esperando el milagro cuando reconoció la voz de Juan Sastre en su oreja derecha, sintiendo su respiración en la nuca con los labios casi rozándole el lóbulo.
-¡Ay, Miguelito! Miguelito... ¿y ahora qué pensabas apostar? Si ya no te queda nada.
Dávila cerró nuevamente los ojos. Después contestó.
-Sólo la vida, Juan, ni más ni menos, es lo único que me queda -buscó pedir clemencia en el eufemismo.
Sastre negó con la cabeza, en simultáneo, chasqueando la lengua cuatro veces mientras sonreía maliciosamente.
—Tu vida, mi queridísimo Miguel, le pertenece al Viejo; tu alma al Tigre Harapiento... -comenzó a enumerar Sastre-,
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¿vos te preguntarás por el culo? Te lo vamos a hacer nosotros, mis hermanitos y yo, así que esta noche dormí sin frazada. Dávila relojeó la entrada principal del Café de los Loros con cariño y nostalgia. Estaba demasiado lejos.
-Corre si querés, Miguel, si eso te hace feliz... sabes que si no es hoy, mañana te espera lo mismo ¡y la que te espera, Miguelito! ¡la que te espera! -anticipando el intento de huida, Sastre exhibió por completo sus fauces.
-Sólo sería para enriquecer la anécdota, Juan, para ponerle sal al asunto. ¡Y así de paso hacerlos laburar a tus hermanos viejo! Seguro están afuera escondidos, calculando como emboscar mi carrera. Si soy un libro abierto, ¿no?
-La comparación te queda grande, Dávila. En exceso –ya sin la paciencia inicial le respondió-: Vos sos un pelotudo. Eso se puede tolerar... pero también resultaste ser un buchón, Miguel: eso no se perdona.
Miguelito, resignado y empapado en sudor, se sirvió la totalidad de lo último que había en la botella. Ignorando al mayor de los Sastre, hizo un fondo blanco y depositó sonoramente sobre la mesa al vaso vacío.
-Me vas a disculpar, Juan, pero lo voy a intentar igual, es una obligación conmigo mismo. Soy esclavo de mi instinto de supervivencia. Que Andrés y Rogelio transpiren un poco...
—En eso deben andar mis hermanitos. Salerni es duro...
Dávila dejo caer lentamente sus párpados. Tenía la boca seca.
-Escúchame, Juan: el Taño no tiene nada que ver, no se equivoquen.
-No es lo que dice la calle, Miguel. Si está con vos, está en contra nuestra. Más claro, échale agua. Si te sirve de consuelo, Salerni lejos estaba de jugarla de ángel de la guarda de un gil...
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Miguelito volvió a mirar el techo. Recurrente fue la imagen de soledad, angustia y dolor en el monte de los olivos.
-¿Él me entregó? No lo culpo...
—Nene, otra vez la pifias: no seas rencoroso con el gallego Amenábar. Más allá de que no se tuvieran mucha simpatía, considero que debe ser muy duro llegar a tu casa después de romperte el lomo laburando, abrir la puerta y encontrar a tu mujer hecha una lágrima, y antes de articular la pregunta más
elemental o que medie cualquier explicación, ver a tu hijo en las rodillas de un tipo sentado en tu sofá y con tu propia navaja de afeitar en el cuello del pibe. Mi hermano suele ser muuuy persuasivo. Hay que reconocer el mérito de Andresito ¿no te parece, Miguel? Cómo hay que reconocer la puntualidad de
Salerni, propia de un buen mayoral. Justo a las doce venía por Medrano, ahí nomás, antes de llegar a Corrientes, le caímos encima. No fue fácil debo reconocer. Pero ya me lo deben haber ablandado... Ándate nomás, Miguel, ahí tenes la puerta. Con Salerni nos arreglamos... por ahora.
-Si te acompaño, ¿largas al Taño?
-¡Pero por supuesto, Miguel! ¡Me ofendes! Lo que tenes que preguntarte es si Salerni todavía sigue vivo... mientras más le demos a la lengua, mis hermanos más le van a estar dando a él. Son unos chicos muy inquietos. Se aburren fácil.
-Vamos, entonces.
-¿Te vas sin pagar, Dávila? Eso no se hace -le hizo notar-.¡Ah! No me digas nada. No tenes un peso. Invito yo –victorioso le refregó su miseria.
Sastre llamó al mozo: "¿Qué se debe gaita?", le preguntó metiendo la diestra en el bolsillo del pantalón.
—Nada, don Sastre, la casa invita -le contestó el empleado sin animarse a mirarlo a los ojos.
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Juan Sastre abrazó a Miguelito Dávila y caminó a su lado hablando todo el tiempo. Cualquier iluso hubiera pensado que se trataba de amigos entrañables, pero si supiera la realidad de la situación o pudiera escuchar las palabras de Sastre —buche hijo de remil putas ¡cómo te vamos a vaciar las tripas!— el
malentendido se disiparía en el acto. Salieron por una puerta de servicio escondida, que daba a Medrano. Tendido en la vereda, yacía boca abajo el cuerpo del Taño Salerni.
Andrés Rogelio Sastre, en mangas de camisa que se les pegaban a la
espalda por la transpiración, lo pateaban una y otra vez.
-¡Por favor, Juan! ¡Deciles que paren! -se desesperó Miguel.
-¡Bueno! ¡bueno! ¡bueno! -intentó llamar la atención de sus hermanos, el mayor de los Sastre. Cuando silbó estridente, consiguió que se detuvieran.
—¿Por qué nos interrumpís, Juan? -preguntó ofuscado Rogelio-, ¿no ves que estamos tocando?
Andresito emitió su risa de Hiena. El sonido calaba en los huesos.
-¡Perdonen, muchachos! ¡No lo sabía! Sigan, sigan...
—Pero... pero ¡¿qué haces?! —preguntó Dávila encogiéndose de hombros acompañando con un gesto de la mano que Juan Sastre consideró una grosería. Lo aferró de las solapas del roído saco gris y lo elevó hasta dejarlo en puntas de pie: "Escúchame bien, la concha de tu madre. Nadie, pero nadie, interrumpe cuando está tocando a la Orquesta del Gato Cabezón ¿me
entendiste? ¡música, maestro!".
Rogelio y Andrés se ubicaron uno en cada costado de Salerni. Movieron los labios pronunciando el primer compás, y reanudaron las patadas a diestra y siniestra tarareando en simultáneo con cada impacto: "¡Tan!¡tan tan!¡tan TAN!¡tan tan! ¡tan TAN! ¡tan tan! ¡tan TAN!",
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Las lágrimas de impotencia nublaron la vista de Miguelito.
Permanecía de pie porque Juan todavía lo sostenía de las ropas.
-¡Pero qué bien que les sale la milonga! Tienen futuro estos pibes ¿no te parece, Miguel? —jocoso apreciaba Juan como llevaban el ritmo.
Rogelio le dio dos patadas seguidas y arengó a su hermano.
-¡A ver como punteas, Andresito!
Derechazo tras derechazo, la Hiena Sastre, jadeando pero sin perder la armonía entonó: "tan tan tana tana tana tana tana tana TAN". Rogelio hizo el remate: "¡TANTAÑÍ"cantó  mientras le pateaba la cabeza a Salerni.
-¡Bravo! ¡Bravo! -gritó Juan, que para aplaudirlos soltó a Dávila, clavando este las rodillas en el suelo.
-¡Bravo! ¡Bravo! ¡Cada vez más afinada suena mi banda!-se sumó a los halagos, saliendo de una oscuridad cómplice, el Tigre Harapiento. Detrás suyo, de punta en blanco, el Rubio Nico Rodas; su incondicional camarada y letal guardaespaldas.
Juan Sastre se puso en cuclillas para hablarle al oído a Miguelito.
-Prácticamente estas cocinado Dávila. Si querés que sea rápido, cuando hables con el Tigre, evita mencionar que a la banda le decimos, cariñosamente, la Orquesta del Gato Cabezón... no le causa mucha gracia que nos burlemos de la sabiola. Es un amargado.
Miguelito no lo escuchó, será porque la presencia del mismísimo diablo requería toda su atención. ¿Quién hubiera pensado que la entrada al averno estaba en la parte de atrás del Café de los Loros?
-¿Está muerto? -preguntó el Tigre mirando despectivo el Él cuerpo de Salerni.
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—Debe ser —respondió Andrés para después arremeter con una de sus histéricas carcajadas.
—Mejor estar seguros —vaticinó el Tigre mirando a Rodas.
El Rubio llevó la zurda a la parte posterior de su cintura. Tras permanecer oculta por el saco la mano regresó al frente sosteniendo un estilete. Dio dos rápidas zancadas hasta el Taño.
Por su estatura, apenas flexionó las rodillas para agacharse al darle una punzada en el cuello. Largos chorros de sangre brotaron hacia arriba. Salerni no se movió. Lluvia púrpura lo salpicaba. ¿Rodas? Con la pilcha tan impecable como siempre.
Ni siquiera una gota escarlata cerca; salvo las del punzón que ahora limpiaba con un pañuelo al tono, otrora inmaculado.  "¡Tiene unas manos!", solían admirarse los restantes integrantes de la Orquesta, donde el Rubio la jugaba de pianista.
—Estaba muerto nomás —entre risas acotó la Hiena Sastre.
-Menos mal que antes pagó por la función -reveló Rogelio exhibiendo un fajo de billetes, los que iban a ser de Miguel.
-Entrégaselo al Señor Lebón -le ordenó Juan a su hermano.
-¡Pero por favor! -el Tigre hizo un gesto de insignificancia-, ese vuelto quédenselo ustedes.
-Se agradece la generosidad, Señor Lebón -habló en nombre de los tres el mayor de los Sastre.
El Tigre se agazapó delante de Miguelito.
La postal lo mostraba apunto de devorárselo.
-¿Señor Dávila? Lamento decir que no es un placer conocerlo.
Miguel no se animaba a mirarlo. Mucho menos a contestarle, por lo que siguió el monólogo del Tigre Harapiento.
-Debo asumir que así como no nos conocíamos personalmente hasta este desafortunado encuentro, usted también ignora a quién represento. O finge no conocer. Lo que, sin
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embargo, no sirve como excusa ante su comportamiento. Bien sabemos los lugares que usted frecuenta. Uno de ellos es el Burdel de los Labios Mentirosos, ¿me equivoco? 
Miguel negó con la cabeza.
—Difícil es que me equivoque. En este negocio, sépalo muy bien, un error es mortal. Cómo le decía, ¿Usted alguna vez me vio en ese burdel o algún otro?
Miguel dijo que no con el mismo movimiento.
—¿Está seguro, señor Dávila?
Miguelito asintió bajando y subiendo la barbilla.
-¿Nunca me vio bailando sobre las mesas? ¿Llevando de la mano a clientes hacia la intimidad de un cuarto? ¿o haciendo un strip tease?
Dávila quedo perturbado por estas preguntas. Todavía no alcanzaba a razonarlas cuando el Tigre disparó:
—¿Tengo pinta de puto acaso?
—Nooo —articuló en su defensa Miguel.
—¿Entonces por qué quiso romperme el culo, señor Dávila?
—Señor Lebón, mire...
-¡Señor Lebón, las pelotas! Ya le dije que en mi negocio un error es mortal: Dávila, usted se equivocó. Su vida ahora nos sirve para enmendar lo que hizo mal. Usted de ahora en adelante servirá de ejemplo para todo aquel que piensa que es gratis cogerse al Viejo y al Tigre Harapiento. Lo mismo para este pobre infeliz que quiso ayudarlo. Se está con nosotros o no. Ese es nuestro mensaje y no se negocia.
A una orden del Tigre, Rogelio Sastre con la zurda le aferró la nuca a Dávila para que no se moviera mientras le estampaba flor de cabezazo en la boca. Antes de que Miguelito se diera cuenta de la pérdida de sus incisivos superiores, la veloz combinación del violento rodillazo en la cara que le hizo llover
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sangre y mocos y el golpe de canto con la diestra en su nuez, lo dejaron arrodillado, en posición de rezo, sosteniéndose con ambas manos el cuello, por la sensación de ahogo. El menor de los Sastre, asegurándose que no volviera a levantarse por sus medios, le pateó con todo su haber la oreja izquierda siendo fútil el desesperado último intento de Dávila de bloquear la patada con una sola mano. Besando el suelo quedó extendido y semi-inconsciente.
Andrés se sumó a su hermano tomando cada uno de un brazo a Miguelito, obligándolo a ponerse de pie. Cuando recuperó la visión, distinguió el mechón blanco de Juan frente a sus narices.
-¿Sabes por qué el Taño te ayudaba? -le preguntó el mayor de los Sastre-. Porque estaba enamorado de tu vieja, boludo, y quería arrastrarle el ala. ¡Mira que sos chambón, Miguelito! Vos te ibas a ir a la mierda y Salerni iba a ser el macho de tu casa ¿Cuánto iba a aguantarse hasta hacer el enroque suegra
por nuera? Tu mujer no está nada mal Miguelito... pienso atenderla en tu ausencia -le prometió antes de darle una combinación de trompadas en el estómago.
Lo volvieron a soltar y cayó nuevamente sobre sus rodillas.
El Tigre dictó sentencia: "Todavía esta a tiempo de alcanzar a Salerni: dele mis saludos. Es una pena: no llegué a conocerlo".
Lebón miró a Rodas. El Rubio dejó caer su brazo izquierdo recostándolo sobre su cuerpo, la palma de la mano hacia adelante. De la manga de su saco se deslizó una cuchilla de hoja imponente donde el rostro aterrorizado de Miguelito se vio reflejado cuando este por fin la aferró por el mango.  El Rubio permaneció estoico en esa postura.
-Señor Dávila, usted nos traicionó con la policía... y vaya a saber con quién más. Usted tenía acceso a demasiada
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información. Le pregunto: ¿hay algo que debería saber? Por favor... por favor... dígamelo ahora...
Miguelito conservó el silencio.
—Muy bien; ¡Señor Maqueira! Por favor, salga a la arena —anunció el Tigre.
De la oscuridad donde habían emergido pretéritos Lebón y Rodas, apareció un joven muy bien vestido.
—¿Y este pituco? —quiso saber Andresito.
—Enzo —lo llamó el Tigre por el nombre de pila, masajeándole el cuello-, ¿quiere tocar en la Orquesta del Tigre Harapiento? Sepa muy bien m'hijo que hay que hacerse de abajo... por eso ahora le voy a pedir que se encargue de la
basura.
Nico Rodas le depositó la cuchilla en las manos a Maqueira. Los Sastre todavía sostenían a Miguelito, que estudió de pies a cabeza a su verdugo. Sonrió. Sus ojos lo delataban: no iba a ser capaz de hacerlo, se apostó a él mismo. Total, perdido por perdido.
Maqueira también vio que sus ojos reflejados en el filo del arma blanca denotaban flaqueza. Los cerró, y se recordó por qué estaba ahí. Al abrirlos, su mirada era otra. Miguelito también se dio cuenta. Esos ojos verdes fue lo último que registró en esta vida. Maqueira dando un paso hacia su izquierda y empuñando con ambas manos la cuchilla de costado, abrió horizontalmente el cuello de Dávila, cuya cabeza era sostenida de los pelos por Rogelio. Esta vez la ola de sangre alcanzó de lleno a Andresito -que ya no se reía- y en un costado a Enzo. Soltaron a Miguelito cuando empezó a temblar espasmódicamente. Por reflejo intento con las manos sellar la herida mortal, pero ya no coordinaba. Ocultó su rostro entre las manos, después las deslizó pesadamente hasta el cuello. Tal
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como lo había hecho cuando ganaron Trenzado y Compañerísimo en Palermo, y como lo hizo en la jardinera cuando supo que los Sastre lo andaban buscando. Después se recostó a su derecha, y ya en el piso le dio un punto final a su agonía.
-De souvenir, quiero la lengua -solicitó el Tigre.
Maqueira repitiéndose ocho millones de veces que ya estaba muerto, satisfizo los caprichos del Sr. Lebón.
-Parece que la orquesta ya tiene guitarrista -un Tigre sonriente le dio la bienvenida a la banda, antes de desaparecer junto al Rubio Rodas por donde habían llegado.
-¡Ey! ¡Yo soy el guitarrista de la orquesta! -bramó Andresito sintiéndose desplazado, sabiendo que el Señor Lebón ya no podía oírlo. Rogelio lo abrazó consolándolo mientras se marchaban. La Hiena Sastre se dio vuelta hacia Enzo.
-¡El único que puntea en la Orquesta del Gato Cabezón, soy yo! ¿Entendiste?
Mientras tanto, Juan no dejaba de observar a Maqueira como si fuera un leproso. Resignado a la subordinación, le dijo antes de despedirse.
-A las seis, en la dársena C. Tenemos que seguir con los mensajes. No llegues tarde -le advirtió antes de dejarlo solo, en compañía de los dos cadáveres.
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#2. MUNDO ORDINARIO

Y entonces, ella giró la cabeza a la derecha para bajar el mentón hasta apoyarlo en el hombro del mismo hemisferio. Y despegó sus párpados regalándole esos ojos y esa mirada cristalina que lo mantenía hechizado. Apenas esbozó con sus delgadísimos labios una sonrisa para acto seguido ofrecerle la espalda y amagar con marcharse dando convincentes tres pasos
hacia el horizonte, permitiéndole disfrutar por completo de su espléndida figura, en ese dulce intento de fuga. Yendo hacia delante y atrás, supo hamacarse ingenuamente sobre sus talones y sus puntas de pie que le hicieron ganar durante un segundo algunos centímetros demás a su estatura. Con las manos hacia delante, los dedos de cada una atenazándose mientras los codos
apuntaban hacia fuera; mordiendo y masticando los últimos rastros de eso que llaman pudor, en un pestañear, felina seriedad la recubrió durante ese instante en que uno mantiene la respiración antes de echarse al vacío. Ella, siempre determinada, aferró pegando las palmas de ambas manos sobre sus orejas al sombrero del que se despojó, como si se tratara de un casco, con solo estirar en su totalidad los brazos hacia arriba. Su diestra descendió por debajo de la
axila antagónica para demostrar habilidad y frescura al liberarse del accesorio arrojándolo mientras se intuía felizmente el rubio oleaje de un mar que era un racimo de bucles espumantes desplegándose por su cuello y frente. Desde sus hombros, desaparecieron sus extremidades superiores buscando en la
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espalda el acceso al tesoro propio de mil y una noches; ese al que sus dedos bien sabían como acceder al susurrarles a sus botones la orden de ábrete sésamo mientras uno a uno iban sucumbiendo para dejar caer, deslizándose en un paso el vestido que era lo único que cubría su desnudez. Se le trabó
en sus caderas, por lo que ella lo ayudó a descender hasta sus tobillos. Se deshizo de él sacando una pierna por vez.
Adivinando la ausencia de colorada pigmentación en sus mejillas, la heterogénea y blanca palidez de sus pechos y sexo resplandecían como un vitreaux monocromático a medida que volvía a acercarse punteando con sus dedos la ondulada melena cien por ciento dorada.
Cuando prácticamente sus erectos pezones estaban al alcance del tacto del estoico cliente, ella nuevamente le dio la espalda para alejarse mostrando su encanto trasero, verdadero paisaje selenita. Y así, antes de poder articular protesta, todo se apagó, sumiéndolo en una oscuridad solitaria. "¡A no desesperarse!", se dijo a sí mismo, que solo era cuestión de repetir la operación.
Como lo había hecho en su momento con esa belleza de color ébano con la que debutó, o la odalisca que le ofrecía su vientre en la danza de los siete velos, o la morocha trapecista del circo criollo de la que jocosas alas de pollo colgaban de la espalda .
¡Cómo olvidar su experiencia con las también rubias mellizas aspirantes a actrices y tantas otras que supo conocer! Previendo los pormenores de su anticipada cita, Raúl Vals ya era todo un experto como para cometer el error de salir al encuentro de su nueva amada... sin cambio. Hurgó en el bolsillo del pañuelo en su saco y extrajo una moneda que colocó en la ranura del kinetoscopio. Puso los ojos en el visor y comenzó a darle vueltas a la manivela, que estaba nuevamente libre. A esta altura, el brazo acusaba una fatiga propia de un
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obrero portuario gracias a unos pocos metros iluminados de imágenes animadas que constituían todo lo que él por lo menos deseaba esa madrugada. Una agridulce rutina, aparentemente inalterable, devenida en adicción desde que lo esclavizara su curiosidad por este aparato, introducida por otro diablo: el
checo Federico Figne. Vals permanecía mil horas como Voyeur de esas mujeres de solo dos colores que solían enamorarlo con su andar acelerado y gracioso, ostentando tanto pasiva sumisión como el silencio necesario para que la relación funcionara. Condición sine qua non, por la que de manera tácita les
afirmaba un si, quiero, siendo conciente de que los grises constituían lo más atractivo de sus parejas.
¡Ahh, cuánta dicha y tan solo por un centavo! La rubia otra vez le ofreció el culo, mientras el iris insobornable se cerraba sobre sus nalgas hasta desaparecer la imagen por completo. Simultáneamente, la manivela se trabó.
Vals apartó sus ojos del visor para buscar otra moneda que le garantizara la continuidad del espectáculo; cuando se vio interrumpido por la presencia de un uniformado oficial de la Policía del Centro. Después de buscarlo infructuosamente en los kinetoscopios que funcionaban en el área céntrica de la ciudad, en locales del Salón Novedades en la calle Florida y en otro ubicado en la esquina de Suipacha y el Paseo de Julio, el Sargento Ferrara encontró a Vals en un verdadero antro de Monserrat, el Callejón del Pecado en el barrio de los candomberos. El policía no podía creer que aquel cuarentón calvo, de anchos bigotes que escudaban la comisura de sus labios, ese hombre desgarbado y algo encorvado, de vestimenta desalineada y piel empapada en sudor, fuera uno de los mejores recursos humanos existentes con los que contaba la fuerza para hacer cumplir la ley.
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-Inspector Vals, disculpe que lo interrumpa, pero sucesos acontecidos durante el transcurso de la noche así lo ameritan.
Vals con los ojos inyectados en sangre no se dignó dirigirle la mirada. Sacó del bolsillo un pañuelo que debía ser blanco cuando estaba limpio con él se secó las gotas de transpiración que surcaban su frente, nuca y cuello. De reojo, advirtió las jinetas del uniforme. Recién entonces respondió, delatando
su aliento una anterior ingesta de alcohol.
-Lo escucho, Sargento.
—Señor: alrededor de medianoche en el Café de los Loros fueron ultimados el inmigrante italiano Vitorio Salerni, mayoral de la empresa de los Lacroze, y un civil identificado como Miguel Ángel Dávila. Los dos sufrieron severos castigos
corporales previos a sus sendas ejecuciones en las que se utilizaron, en ambos casos, armas blancas.
Con el índice y el pulgar de la mano derecha, el Inspector Vals se acicaló el ancho bigote. Retóricamente preguntó:
"Vaya uno a saber de qué la jugaba el taño... Dávila era buche nuestro.  El Tigre Harapiento se enteró, no cabe duda. Fueron los Sastre. Seguro también participó el Rubio Rodas: Sargento, anoche tocó la Orquesta del Gato Cabezón. Y nos la perdimos. Jamás lo vamos a poder comprobar. Caso cerrado. En quince días será oficial. Un mes como mucho. Que descanse", le hizo la venia antes de colocar el centavo para volver a sumergirse en el cielo de tres minutos que le proponía la proyección; un paraíso definitivamente vedado cada vez que la oscuridad volvía a prevalecer en el visor. Cuando terminó, Vals apartó su mirada del kinetocoscopio y comenzó a masajearse el hombro derecho.
Ferrara todavía permanecía a su lado.
-¿Hay algo más, Sargento? -preguntó siempre esquivo y desganado.
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—Afirmativo, Señor -recalcó el oficial de la Policía del Centro asintiendo con la cabeza mientras mal disimulaba la impotencia lindante a la rabia que le producía la situación—. En Junín y Lavalle, en un lupanar relativamente cercano a la escena del crimen anteriormente citada, fue hallado el cadáver
de una mujer, posiblemente una de las prostitutas más célebres del mencionado establecimiento.
Vals se sobresaltó. Este asesinato había logrado despabilarlo.
-¿Todavía no pudo identificársela?
-En eso están los peritos, Señor-aclaró Ferrara-. Inspector Vals —agregó-, el Subcomisario Gallo al recibir los primeros informes de este hecho delictivo, quiso que usted en persona se presentara en el recinto antes de que el forense se llevara el cuerpo a la morgue. Insiste en que así sea.
Vals miró el techo rotando cabeza y cuello de derecha a izquierda. Pudo escuchar el sonido crujiente de sus vértebras. El breve alivio de la contractura de repente mutó en una arcada traicionera.
—¿Se siente bien, Inspector?
Vals se cubrió la boca con el antebrazo: sobre él eructó.
Mintió bienestar pronunciando un sí al cabecear con los ojos bien cerrados. Después se incorporó abandonando la tibia banqueta donde supo estar sentado gran parte de la noche.
-En marcha, Sargento -ordenó.
Durante el trayecto hacia el destino, ambos hombres permanecieron en silencio la mayor parte de este; hasta que el Inspector recapituló lo primero que Ferrara le había informado.
—Sargento, si vamos al prostíbulo ¿por qué me contó de los crímenes del Café de los Loros!
—El Subcomisario cree que están conectados.
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-¿Gallo piensa que la Orquesta es responsable de los tres?-frunció el ceño Vals, como desaprobando por anticipado.
-Así es, por eso quiere que usted lo corrobore. Además, dice que el del lupanar está relacionado con la mutilación del barrio de la Boca, la de principio de mes.
-¿Con la muerte del boga de la calle Pinzón?
-Afirmativo, presentan características similares...
-¡No! -interrumpió de un grito Vals-. Disculpe, Sargento, prefiero llegar y sacar mis propias conclusiones, estar lo menos contaminado de información. Le ruego encarecidamente no me diga más nada.
Ferrara arqueó las cejas, como dando a entender un tácito "allá usted".
Mientras, a Vals, el recuerdo de aquel cuarto en Pinzón al 600, con los dos ríos de color púrpura en el suelo, durante un segundo le arremetió con la turbación del uno-dos de un cuerpo sin piernas y sin cabeza.
Llegaron a Junín y Lavalle. Una multitud de curiosos esperaban en la vereda de enfrente. Entre las veinte o treinta personas congregadas, sobresalían las rubias cabelleras de media docena de jovencitas con los ojos conteniendo océanos de lágrimas en rostros harto compungidos. Vals las reconoció a
todas: las polaquitas del gitano Emir. Para él, era fácil predecir con cual se iba a encontrar adentro. "La yugoslava..." murmuró, aunque bien pudo escucharlo Ferrara, que en el preciso instante en que se autointerrogaba cómo era posible
que el Inspector tuviera tal certeza, su inquietud se vio postergada por la presencia del Subcomisario Gallo.
-Raúl, usted sí que se la pasa de quilombo en quilombo.
-Gallo... -desganado lo saludó Vals con un apretón de manos.
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 -Supongo que Ferrara lo habrá puesto en situación...
 -Sólo hasta donde se lo permití.
 Gallo sonrió y cabeceó hacia atrás.
-Cierto que usted es un observador... un perfilista –retrucó su superior con sorna en el tono.
—Aja —asintió Vals haciendo una mueca con los labios—. Y por lo que veo, señor Subcomisario, sigue siendo culpable de asesinar y degustar pollos a diestra y siniestra. Usted está engordando cada vez más. Bonita panza le cuelga sobre el cinturón, ¡si se me permite el comentario, por supuesto!
 Gallo terminó y cambió de tema: "Inspector, pase por favor", le sugirió con exagerado ademán.
Vals hizo su ingreso por el zaguán, que a su vez era la única entrada al edificio, de doble puerta. La más segura y más fuerce comunicaba a Junín, la otra, al patio principal, particularmente bien cuidado y de generoso espacio. Cruzó
frente a tres habitaciones con salida al mismo, al fondo pudo observar las previsibles como bien conocidas presencias de un aljibe y un horno de barro. Por ahí se paseaba lamentando en su llanto el visiblemente turbado gitano Emir: "¡Esto bate ruina! ¡Esto bate ruina, Inspector!", aseguraba a moco tendido
el fiólo de esa casa chorizo. En la cuarta pieza, anterior a la cocina y los baños, se hallaba el cuerpo de la yugoslava. La entrada de la habitación estaba escoltada por dos agentes, que al reconocer a Vals elevaron un automático saludo que el Inspector ignoró.
La yugoslava estaba mirando hacia la puerta, sentada en la mitad de la cama de una plaza con las piernas cruzadas, la espalda recostada contra la pared donde la palabra "SILENCIO" había sido escrita tanto en imprenta mayúscula
como en furioso colorado, precedida por una flecha desde la
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difunta. Sobre su regazo, se encontraba una almohada en la que descansaban ambas manos fuertemente atadas de las muñecas, que se habían lastimado al cortarse con la soga, seguramente intentando liberarse o defenderse. La izquierda presentaba una mutilación: le faltaba el dedo anular. Los
pechos desnudos los tenía pintados de rojo por la sangre que los había inundado descendiendo desde el surco que se abría en su cuello. Tenía los ojos abiertos. ¡Qué ojos hermosos tenía la yugoslava! ¿La mirada? Propia de una muñeca: sin denotar terror, pero muerta, nunca tan literal. Su rostro conservaba un gesto de sumisa resignación, solo alterado por el rojo con el
que sus labios inferiores y el mentón estaban pintarrajeados.
La sangre desparramada en su boca confundía, asociando la macabra idea de que su última cena habría sido el banquete propio de un animal carroñero... o de un caníbal.
-Le cortaron la lengua, Inspector -le develó el veterano médico forense adivinando los pensamientos de Vals, al observarlo detenido e intrigado en los labios de la occisa-. Se la llevaron -agregó completando el informe oral.
Vals después se concentró en la palabra en la pared.
Nuevamente el especialista predijo sus deducciones.
-Está hecho con su propia sangre, se podría afirmar, como asimismo estamos casi seguros que el instrumento utilizado para escribir ha sido el dedo anular cercenado; como la lengua, también ausente.
Una nueva arcada sorprendió a Vals.
-¿Se siente bien, Inspector? -quiso saber el doctor.
—¿Raúl? —también interrogó Gallo.
Vals apartó bruscamente al forense de su camino y esquivó con envidiable cintura al Subcomisario para poder salir al patio donde vomitó sobre sus baldosas. Escupiendo largos hilos de
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saliva estaba cuando el sentido del oído le demostró que por lo menos sus orejas funcionaban a la perfección.
-¿Y este es el gran investigador de la Policía del Centro? El famoso Inspector Raúl Vals... —decepcionado comentó en vos alfa, para su desgracia, uno de los uniformados.
El Inspector Vals, que se estaba recuperando descansando el peso de su cuerpo sobre sus rodillas semiflexionadas en las que se trababan bien estirados sus brazos, de inmediato lo identificó y fulminó con la mirada en un solo paso. Siempre sosteniéndosela, sacó del bolsillo de su saco el pañuelo que estaba guardado hecho un bollo para limpiarse la boca. Se lo pasó por los labios para luego volver a arrugarlo en lugar de doblarlo prolijamente, antes de esconderlo en el bolsillo del que había emergido. Recién entonces lo encaró. El Sargento Ferrara se interpuso para cortarle el paso.
-Usted está acá para otra cosa, Inspector -apeló a su sentido del deber.
-Doctor —lo llamó Gallo-. Quiero que nos acompañe a la comisaría para atender al Inspector, que está enfermo...
—Me va a disculpar, señor Subcomisario —se atajó el médico—, pero mi prioridad está en este lugar.
-¡Entonces dígame con quién podemos hablar! -bramó un ofuscado Gallo-. Esto, Raúl, tendríamos que haberlo hecho antes, pero quédese tranquilo que lo vamos a poder detener, todavía estamos a tiempo de curarlo...
Vals, primero, solo negó con la cabeza.
-Escúcheme, Gallo, se lo aseguro, por enésima vez, creo, porque ya perdí la cuenta: no sufro ningún tipo de enfermedad... esto es sólo una resaca.
—¡Pero usted está muy amarillo, m'hijo! —declaró antes de bajar la voz—. Seguro es tuberculosis... culpa del vicio, Vals, ¿sabía que lo puede matar tanta puñeta?
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—¡Señor Subcomisario, escúcheme, no sea ignorante!
-¡No, escúcheme usted a mí, señor Inspector! -le retrucó Gallo-. Cuando nos conocimos usted no era así. No tenía este aspecto... ¡Todo es culpa de esa maquinita del infierno! Le cambió la vida...
Se produjo un silencio incómodo entre todos los presentes, silencio al que puso punto final junto con su discurso el Subcomisario Gallo: "Usted, que todo lo ve ¿no se da cuenta que Satanás tiene forma de kinetoscopio?".
Vals suspiró.
-El demonio puede adoptar muchas formas, Gallo...quédese tranquilo que sé reconocer a mis diablos. Además, el kinetoscopio ante todo, es cultura -en esto último, Vals fue consciente de haber mentido en forma descarada.
-¡Cultura hay en los museos, Inspector!
-También muertos, señor Subcomisario... pero les dicen momias -concluyó Vals.
-Señores, ¡por favor! -clamó el doctor-. Estamos convocados para otra cosa. Inspector, ¿qué nos puede decir a priori de acuerdo a lo que ha visto?
Vals no respondió. Relojeó la puerta de la habitación, y cerrando los dedos de las manos con vigor hasta transformarlos en sendos puños a respetar, caminó hasta esa entrada para terminar aferrándose al dintel. Muy a su pesar, le sacó foto en su memoria a ese plano general. Después hizo lo mismo yendo
a lo particular. Los bucles del cabello de la yugoslava estaban colgando graciosamente en su cabeza como lo hacían los de la agraciada rubiecita de la película que lo había entretenido esa madrugada. La almohada en el regazo. El rostro impasible... y sus ojos con esa mirada neutra, perdida. Las fuertes ataduras de pies y manos lastimando las extremidades. El anular
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cercenado. La boca de vampiro. Los pechos desnudos teñidos de rojo. El corte en el cuello. La flecha y la palabra escrita: "SILENCIO".
¿Por qué?
"Ahora, a comparar", se ordenó en voz alta, como obligándose con quién lo escuchara, cerrando sus párpados. De esa oscuridad brotó sólo una mínima parte del lastre del peso de su cruz en forma de postales de la calle Pinzón al 600, pertenecientes a la madrugada del primer lunes de abril de ese año. Un lenocinio distinto el de La Boca. Pero prostíbulo ni fin. No era una casa chorizo, sí un conventillo, cuyas chapas extendían el verano durante el comienzo del otoño. Mucho inmigrante, varón. Ausencia de mujeres en una escasez que
eleva el precio de sus perfumes, de su esencia. No se ve ni una dama pero se las intuye. Y encima ese dialecto de mierda, el cocoliche, ayudando a acrecentar aún más la confusión en  aquella escena... dantesca. Dantesca la escena del crimen, pero más que curiosidad no había despertado otro sentimiento a los que la jugaban de local. Sin embargo, la ignorancia no es
excusa para este comportamiento.
El cuerpo sin vida de Aníbal Bascuas está tendido en el piso. La mitad superior de la espalda apoyada contra una pared que acusa el impacto del arma que lo decapitó; pared también baldeada con la sangre del cuello. Por los largos ríos colorados y paralelos que se pueden distinguir en el piso, se adivina que
Bascuas lograron tumbarlo boca arriba. Cuando le cortaron nmbas piernas por debajo de las rodillas, el abogado reaccionó caminando con sus manos hacia atrás hasta verse acorralado dibujando en el trayecto al Tigris y al Eufrates. Tampoco se encontraron ni la cabeza ni los miembros amputados. El trazo
bien grueso con que se escribió su leyenda, también con su
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sangre y en imprenta mayúscula, ahora se puede afirmar que fue hecho con una de sus piernas. "QUE SE ROMPA", proclamaba aquella furia.
Ferrara se acercó a Vals y lo sacó de su trance hipnótico cuando en verdad buscaba colaborar: "El mayoral y Dávila murieron a medianoche. La prostituta entre las dos y las cuatro".
El Inspector buscó la corroboración del forense que asintió con la cabeza.
El Sargento continuó con su exposición: "Nadie vio nada en el Café de los Loros, como era previsible. Solo un croto, mentalmente incapacitado, a cambio de una comida, nos contó que anoche todos se paralizaron cuando llegó un hombre alto y delgado con un mechón blanco en el pelo".
-Juan Sastre -lo identificó Gallo.
-Entonces habrá que aferrarse de aquello de que los niños, los borrachos y los locos siempre dicen la verdad -ironizó Vals sabiendo que ese testimonio no podría ser valorado en ninguna corte.
-De Dávila también se llevaron la lengua-acotó el médico.
-Pero en Dávila esa moraleja era cantada. Esto es algo diferente doctor -Vals lo confirmó mirando la nada.
-Escúcheme, Inspector: pasaron casi tres horas entre la ejecución del mayoral y Dávila, y la de esta mujer; hay solo quince cuadras de distancia entre ambos escenarios. A dos de las víctimas le cortaron la lengua, ¿qué más hace falta para establecer una conexión? -buscó corroborar su hipótesis el Subcomisario Gallo.
-Esto -señaló el Inspector dibujando un círculo en el aire que enmarcaba la palabra silencio-, es demasiado sutil para los Sastre. Inclusive para Juan. No así para el Rubio Rodas y Lebón; eso señor se lo puedo conceder. Pero la Orquesta del
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Gato Cabezón nunca fue de firmar tan explícitamente sus trabajos. No es su estilo. Además, considero que este es un mensaje que no está destinado al común de la gente, a la chusma con la que habitualmente tratan los Sastre.
-¿A quién, entonces? -preguntó Gallo en nombre propio, cíe Ferrara, el médico forense y los dos agentes.
-Apunta más arriba: va también para nosotros.
-¿Qué está insinuando, Vals? Por favor, sea más específico hombre—le ordenó el Subcomisario.
-Están jugando: "QUE SE ROMPA". A Bascuas le cortaron ambas piernas por debajo de las rodillas. Eso fue adrede y guarda estrecha relación con el mensaje escrito. Al faltarle esas extremidades ¿que no puede hacer en vida aquel cuerpo mutilado?
-Caminar, correr ¿qué más? -intentó contestar Ferrara.
-Arrodillarse -dijo el forense.
-¡Exacto! -exclamó Vals, felicitando con su euforia al médico-. Tenemos un cuerpo que no puede arrodillarse, ¿y que es lo básico de esta acción, doctor? Recuerde que estamos hablando de las articulaciones.
Pensativo, el forense se llevo una mano a la boca. En un (lempo prudencial halló la respuesta exacta: "flexionar, doblar".
-Doblar caballeros: "Que se rompa., pero que no se doble".
-Eso es del testamento del doctor Alem -dijo asombrado Herrara.
-Vals, su hipótesis tiene una base de barro, no va a resistir ni siquiera una refutación -escéptico desacreditó Gallo-. ¿Cuál es el sentido de todo esto? Además ¿para que se le cortó la cabeza a Bascuas entonces?
-Es verdad, la decapitación es un cabo suelto. Pero no hay que desechar ni siquiera la idea más descabellada. El o los asesinos buscan ponernos a prueba, se nos va a exigir.
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—Inspector, usted sabe cuánto lo admiro, pero en esta ocasión lamento estar de acuerdo con el Subcomisario —reconoció el médico —en verdad su razonamiento no tiene asidero, debe admitir que es una idea muy vaga.
-Posee un asidero interesante, si se sabe de otros crímenes similares. ¿Alguno tiene un cigarrillo?
El agente que se había burlado de él le convidó un Vuelta Abajo.
-Eternamente agradecido, mi amigo... ¡pero igual usted y yo tenemos pendiente un intercambio! -le dictó sentencia poniéndose en guardia con la naturalidad de un pugilista.
"No sé qué habrán estado haciendo ustedes en el '91. Yo, como siempre, andaba en la calle, cuando me encontré en un rancho de Arsenal a un nene de catorce años, muerto de un balazo en la cabeza que le desfiguró el rostro volviéndolo irreconocible. La particularidad del asunto radicaba en que
le habían extraído ambos brazos post mortem. En el techo de chapas, todavía goteando sobre la víctima, su propia sangre rezaba: "UN PACTO". Cuatro años más tarde, un ex funcionario del gobierno de Sáenz Peña fue hallado acostado
en un hotel céntrico, degollado y sin los ojos. A su lado dos palabras: "MÁS RESPETO". Deducir lo que se pretendía expresar de este último no presentó ningún tipo de desafío ya que entre sus manos sostenía una hoja con una caricatura publicada en la revista Don Quijote, que satirizaba la dimisión
de Sáenz Peña y la influencia de Roca detrás del vicepresidente Uriburu, que pasó a ocupar el cargo de primer mandatario. El epígrafe del dibujo advertía que ahora, como ciudadano, Sáenz Peña iba a ser por el pueblo más respetado que como presidente. La víctima era Fabrizzio Aldas, un mediocre que desempeñó adrede muy mal su cargo, ayudando internamente
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como tantos otros anónimos a empujar aquella presidencia hacia el abismo".
Vals le dio varias pitadas al cigarrillo, después continuó.
-La muerte de Aldas exponía un mensaje muy claro: los que gobiernan ahora no son como el pelotudo de Sáenz Peña. No hay que ser ciego. "MÁS RESPETO".
Todos estaban estupefactos.
-¿Le informó sus conclusiones a su superior de ese momento? -quiso saber el Subcomisario Gallo.
-Por supuesto
-¿Y que medidas tomaron?
-Ninguna. A tiempo, ambos nos descubrimos, nunca tan oportunos, como dos tipos muy respetuosos.
-Las cosas cambiaron con la nueva administración, Inspector. De ser como Ud. dice, con esto vamos a llegar hasta donde sea necesario -de entrada se escudó Gallo.
-¿Y del pibe? -preguntó Ferrara-. ¿Pudo establecer las razones de su muerte?
El Inspector arrojó la colilla del cigarrillo al piso para después aplastarla con el zapato. Recién entonces contestó.
—.Algo más consistente que lo de Bascuas por lo menos; de lo que quiero aclarar que son mis primeras ideas, que faltan pulir aunque estoy convencido que va por el lado del suicidio del doctor). Creo que el N.N. de Arsenal era Tomás Sambrice, un chiquito pobre que cobró dudosa notoriedad cuando baleó
ni General Roca a la salida de su despacho en el Ministerio del Interior, según sus declaraciones por considerarlo el responsable absoluto de la miseria en el país; vaya uno a saber Instigado por quién. El asunto mucho no trascendió porque sucedió durante el vuelo del Piloto de Tormentas, como sabemos, un gobernante mucho más que idóneo...
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-¿Por qué los brazos, Inspector? ¿Por qué justo esa frase? "UN PACTO"... -se impacientó el forense.
-A mi humilde entender, por el abrazo simbólico entre Mitre y Roca, ese que se dieron cuando el Zorro se bajó de la carrera política presidencial del '92. Ese día cayo del pedestal al que lo había subido la gente el General Mitre, el centinela de la paz y el orden -se mofó Vals-. Ese acuerdo para muchos
fue un pacto entre Dios y el Diablo. Y se sabe que el Diablo siempre mete la cola. Evitando estar en primer plano hasta el momento de su regreso, el tipo evidentemente se las arregla para que las cosas jueguen a su favor. Como recordarán, Mitre e Irigoyen retiraron su candidatura. Terminó asumiendo la
fórmula Sáenz Peña-Uriburu.
-Me da la impresión de que usted es un ferviente antirroquista, Inspector Vals-afirmó el médico.
—Mi buen doctor, yo sólo comparto en voz alta lo que las evidencias me confiesan.
—Si usted tiene razón -proclamó Gallo—, refuerza mis convicciones sobre los Sastre, el Rubio Rodas y Lebón: en definitiva ellos son hombres de Roca.
—¿Quién no lo es hoy? -minimizó Ferrara.
Encolerizado, Gallo lo reprimió.
—Sargento, su participación en este diálogo solo se limita a escuchar ¿comprendido?
Ferrara, entre dientes:
-Comprendido, mi Subcomisario.
-Hay que retomar el caso Bascuas y tenemos que establecer el por qué del crimen de la yugoslava —sugirió Vals—. No hay que dejarse estar. Cuando menos lo esperemos vamos a tener otro muerto.
—¿Le parece? —desconfió el forense.
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—Estoy seguro -mantuvo su postura el Inspector—, sólo hay que ver el tiempo transcurrido entre cada asesinato: del primero al segundo pasaron cuatro años, del segundo al tercero dos, del tercero al cuarto menos de un mes. Parece que esta gente tiene mucho que decir ahora. Van a estar muy atareados en los próximos días.
-Usted habla en plural, me va terminar dando la razón, Vals —comentó Gallo.
-Yo no descarto nada -recogió el guante el Inspector-. Ya terminamos acá, ¿no le parece, Señor?
-Puede retirarse, Raúl. Después me dice que va a necesitar para la investigación.
-Para empezar, a él -solicitó a Ferrara señalándolo.
Gallo arqueó las cejas:
-Es suyo. Sargento, ya escuchó.
-Sí, mi Subcomisario.
Gallo amagó con irse, y volvió sobre sus pasos.
—Si usted siempre trabajó solo, ¿se puede saber que bicho le picó ahora?
—Tengo que admitir que no estoy en mi mejor momento: otro efecto colateral de la tuberculosis...
-Siga jodiendo, Raúl, usted siga jodiendo... no le vendría mal consultar algún médico, mi amigo... o por lo menos probar con el vivomatógrafo: también son imágenes en movimiento proyectadas sobre una tela. Su responsable, Enrique de Mayrena, es conocido mío; yo podría conseguirle un pase libre. Es muy interesante porque se alternaban números de teatro
con proyecciones.
-¿Usted vio en alguna película de vivomatógrafo mujeres desnudas? ¿En los números vivos tal vez?
Gallo, suspirando con resignación:
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—Hasta ahora no.
-Entonces, por ahora, paso. Le voy a seguir siendo fiel a los kinetoscopios.
Quedaron solo Vals y Ferrara. El Sargento con su mirada interrogaba a su Inspector.
-Pedí que fuera mi compañero porque me gustó que no se callara lo que opina. Es bueno tener a alguien con esa postura para que le diga a uno cuando está meando fuera del tarro. Además, su historial lo precede Sargento.
-Gracias, Inspector... ¿por dónde empezamos?
—Yendo al sobre. Pase por mi domicilio después de las siete, cuando esté oscureciendo —le ordenó-. Sargento, desde ahora no va a usar más el uniforme. Si bien usted anduvo en la calle, y la conoce, a partir de mañana se va a encontrar con cosas que no imagina.
-Estaré preparado, Señor.
Al retirarse, ambos no pudieron evitar ver por última vez la habitación número cuatro del lenocinio del gitano Emir.
—El mundo está loco, Inspector.
—No —minimizó Vals—, es solo ordinario.
—Que descanse —le deseó Ferrara despidiéndose con una venia.
—Que descanse —repitió en voz alta el Inspector, sabiendo que ya tenía grabada para siempre en su cabeza la peor estampa que podría haber obtenido de una mujer de sublime belleza como lo supo ser la yugoslava mientras aún exhalaba vida.

#3.AMOR VUDÚ

-¡Venga, don Genaro!
-¡Don Genaro! ¡Don Genaro! ¡Venga! -lo llamaban varias personas; tantas voces, de las que se destacaban, ansiosas y divertidas, las exclamaciones de las chinitas, aquellas que se dejaban hechizar con mayor facilidad.
El encorvado siciliano, poseedor de grises cabellos largos y enmarañados y de una inconfundible barba bien tupida que le ocultaba los labios, apretó más fuerte el hombro que hacía rato venía aferrando, como para indicarle a su infante lazarillo de enrulado pelo niebla púrpura que aceptaba la invitación,
sin importarle su paso previo por los conventillos de Defensa donde había laburado durante varias horas por las que su diestra acusaba cierta somnolencia. Las adolescentes al verlo entrar en la cortada de San Lorenzo estallaron en aplausos espontáneos y gritos de júbilo. En un segundo, lo rodearon todas enarbolando monedas en sus manos.
-¡Misterios del porvenir! -suplicó una, depositando sonoramente el centavo en la lata que sostenía con ambas manos el nene de rostro superpoblado de pecas, que don Genaro jamás pudo ver.
-No se ofenda, señorita -le pidió disculpas el colorado, emanando de su boca de niño las expresiones propias de un adulto—, pero para ver el futuro conviene esperar, dejarlo para lo último de la jornada, no se aflija por su moneda, somos honestos y vamos a recordar que ya se nos pagó... eso, se lo
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comento —aclaró mirando al racimo de mujeres que los flanqueaban- por si hay otras señoritas que prefieran primero escuchar música, porque si todas buscan misterios del porvenir entonces empezamos...
-¡No! ¡No por favor! ¡Música, don Genaro! ¡Toqúese algo!
-pidieron a coro desprendiéndose de su dinero con mayor entusiasmo en comparación del que solían exhibir al perder parte de la mesada en la limosna de la misa de cada domingo.
El siciliano, liberando el hombro del colorado, apoyó en el empedrado lo que sostenía en su callosa mano izquierda: la jaula con la cotorrita verde que caminaba dibujando un círculo en el piso, paredes y techo de su propia celda, ayudada por el pico cuando quedaba patas para arriba. Si paraba en esta rutina, lejos de descansar, el ave se ponía a rotar histéricamente la cabeza de izquierda a derecha y de derecha a izquierda.
El viejo Genaro tanteó por debajo de su organito hasta encontrar la pata doblada que destrabó para ponerla en posición vertical y así poder depositar todo el peso que él solo venía aguantando al llevarlo colgando del cuello por una mugrienta correa. Las largas uñas sucias del siciliano comenzaron a darle al molinillo; y de su instrumento, orlado por flores y un compadrito burdamente pintados al óleo, emanó en el aire su encanto que hizo bailar a las allí presentes con exageraciones propias de candombe. Nunca fallaba. Poco
a poco se iban sumando otras almas: desde las vecinas curiosas que asomaban la cabeza al bullicio de la vereda, coquetas ellas al ordenar sus mechones desprolijos peinándolos con los dedos; llegando a los infaltables varones proyectos de hombres que trepados a las tapias esperaban ver cual de ellos hacía punta cabeceando para obtener pareja, llamado que en esta
oportunidad al verse superados en número, y ante la negativa
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generalizada proveniente de una solidaridad tácita para que ninguna de ellas baile sola, los muchachos se tuvieron que conformar con la comida de sonso, con el pan con pan.
De todos los organilleros que ofrecían su arte por las calles tic Buenos Aires, Genaro no era el más virtuoso pero sí el más querido. Porque más allá de la moneda que cobraba, jamás apuraba su música para terminar enseguida: lo suyo era un derroche que se compartía. ¿Cuántos bailes había animado?
¿Cuántos? ¡Cómo olvidar aquel bajo el emparrado cercano al Parque Lezama! O el temprano romance entre el tango y el carnaval que sus dedos alentaron los últimos febreros. Su festividad era bien conocida como celebrado era su don para juntar miradas y manos de futuros novios. Aunque en esto ultimo hay que darle la mitad del crédito a Parlare, la verde cotorrita, que como el siciliano, el coló y el saber popular proclamaban: jamás se equivocaba.
Don Genaro arremetió con otra pieza, pero pronto distinguió la gradual desaparición de las risas, y con ellas, también la ausencia de alegría. Solo un breve murmullo ante un silencio que no era tal porque él seguía ejecutando. Su
corazón adivinó angustia cuando terminó la obra. El ruido de una moneda dentro de la lata, suavizado por el impacto de esta contra sus pares fue lo único que percibió antes del pedido.
 -Señor organillero, por favor, misterios del porvenir –solicitó Andresito Sastre antes de reírse como una Hiena.
Las ventanas abiertas de la cuadra, a ambos lados de la calle, parecían cerrarse solas. Los muchachos que estaban sobre las lupias dando un paso hacia atrás se dejaban caer parados para desaparecer. Todos los demás presentes en la cortada de San Lorenzo sucumbían petrificados ante la presencia del cuarteto de basiliscos que formaban los hermanos Sastre y el Rubio Nico
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Rodas, como siempre este último, de punta en blanco, impecable.
El niño pelirrojo, tragando saliva, preguntó:
-¿Predicción respondiendo a una pregunta o simplemente desea saber cual es su profecía?
-Pregunta -solicitó Andrés.
El nene sacó de su morral una caja de madera relativamente pequeña. La destapó: en su interior, dos hileras bien distinguidas de incontables papeles de diferentes colores apretados entre sí, no dejaban ningún espacio vacío. El colorado abrió la puerta de la jaula y le ofreció a la cotorrita su dedo índice derecho.
Parlare se trepó sobre él y obtuvo momentánea libertad. En la zurda, el pibe sostenía la cajita, temblando.
-Haga su pregunta, señor -ordenó el niño.
Sastre quiso saber: "¿Cuál de todas estas señoritas va a tener la suerte y el placer de acostarse conmigo esta noche?". Genaro le dio vueltas al molinillo entonando una melodía circense. Parlare saltó del dedo del nene a la caja y con el pico y las patas comenzó a jugar con los papeles, hurgando entre
ellos. Para cuando la música concluyó, la cotorra tenía un rectángulo de cartón en su pico.
El coló se lo sacó y lo leyó. Cerró los ojos y recién entonces se lo ofreció a Andresito, que sosteniendo con ambas manos ese minúsculo papel, se quedó como meditando el contenido de esa palabra.
Pispeando por encima de sus hombros, Juan y Rogelio leyeron la respuesta.
Previa arqueada de cejas, el mayor de los Sastre le informó sin anestesia.
-Ahí, Andresito, dice "NINGUNA", le aseguró ahora arrugando la pera. Rogelio lo palmeó como consolándolo.
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Las chicas amordazaron sus risas.
Andrés se pasó la diestra por el rostro.
-Este animal es un ignorante.
-¿Y sí se lo preguntas de otra forma? -sugirió Rogelio.
—Puede ser, Andrés -coincidió el mayor de los Sastre—, fíjate de quién es el bicho... usted es pura moralina, ¿no es cierto, don Genaro?
El organillero no acusó recibo.
Juan siguió desarrollando su teoría:
-Ay, Andrés, para esta gente si no pasas por el altar, no podes coger ¿entendés?
Andresito salivó con su carcajada señalando con varios cortes de muñeca y el índice acusador a su hermano, como aprobando su razonamiento.
—Entonces antes de saber con quién, lo que más te conviene preguntar es cuándo, hermanito -sugirió Rogelio-. Si total  para ponerla no hace falta más que ir al cabarulo. Y vos, como nosotros, sos abonado.
Andresito sacudía la cabeza afirmativamente, de forma acompasada.
-¡Eh! Lorito... ¿cuándo me voy a casar? -inclinándose ante la cotorra, le preguntó, mientras Parlare lo ignoraba rotando ciento ochenta grados el cuello para poder rascarse la nuca con el pico, masacrando a unas cuantas pulgas que hacía rato lo venían molestando.
—Si usted no abona, Parlare no responde -le hizo notar don Genaro.
-¡Pero si yo ya le pagué! —protestó la Hiena Sastre.
-Por la pregunta anterior pagó usted; esta es una nueva -replicó el organillero.
Juan Sastre, divertido ante la situación, depositó una moneda en la lata: "pregunta Andresito, pregunta".
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-Escúchame una cosa, loro de mierda ¿me vas a decir o no cuando joraca me voy a casar?
Moviendo el molinillo, Genaro repitió la misma melodía.
Parlare como besando el lugar donde pisaba extrajo un nuevo cartón. El colorado lo vio y otra vez lamentó la respuesta. Ofreciéndosela a Andrés, Rogelio se la arrebató para leerla él primero.
-Andresito, esa cotorra conchuda dice "NUNCA".
Andrés Sastre amagó con sacar su estilete. Intuyendo el movimiento las palabras de Genaro lo interrumpieron.
-Pruebe con lo que le depara su futuro, específicamente. Aprenda una enseñanza que será vital para sus días hasta que muera, sepa cual es la profecía para su vida.
Una nueva moneda fue regalada por Juan Sastre, ya sin la diversión pintada en el rostro.
-¿Qué tiene que hacer? ¿Qué tiene que preguntar? –un ansioso Rogelio quiso saber.
-Sólo tiene que presentarse ante el ave, decir su nombre y apellido y pedirle que le haga una profecía -minimizó la ceremonia el organillero-. ¡Ah! Y ser respetuoso con él, Parlare es muy susceptible. Si se lo quiere ganar, yo le aconsejo que lo trate de "signare", le encanta.
Andrés suspiró hondo exhalando todo rastro de escepticismo de su persona.
-Signare Parlare, usted sabrá disculpar mi comportamiento anterior, no quise insultarlo ni mucho menos. Espero que de ahora en adelante podamos ser amigos. Aquí no ha pasado nada ¿sí? De no ser mucha molestia le solicito sea tan amable de sacarme una profecía a mi vida. Mi nombre es Andrés
Sastre...
-Pedile por favor, Andresito -lo codeó Rogelio.
 La Hiena Sastre repitió entre dientes: "Por favor".
Rogelio volvió a codearlo: "¡Signare! facísdo otra vez!".
Andresito hervía de bronca: "Por favor... signare Parlare".
Sosteniendo el centavo como si fuera una hostia, el mayor de los Sastre se lo mostró al lazarillo pelirrojo: "Más le vale, al signare Parlare, que esta sea buena... que por lo menos ustedes que dicen especializarse en predicciones, logren que se cumpla aquello de que la tercera es la vencida; porque sino, si bien ahora no tengo necesidad, como soy un tipo nostálgico, voy a recordar como era uno de los platos que mejor le salían a la vieja, después de muuucho, mucho tiempo, voy a volver a comer para la cena, una rica polenta con pajarito".
-¡Por favor señor! ¡No le vaya a hacer nada! -rogó con lágrimas en los ojos el colorado, interrumpiendo la súplica que había iniciado al sentir la callosa palma de Genaro sobre su hombro. Tampoco hubiera seguido, ya que Juan también tenía algo más para decir.
-Nene, yo que vos, en lugar de preocuparme tanto por la cotorra, estaría transpirando la gota gorda, preguntándome cómo van a salir de ésta. "Regla Nro. 1: cuidar siempre primero, el culo propio, del de los otros, que se ocupen sus dueños", ¿no te parece? -le advirtió depositando la moneda en el tarro de lata.
Curiosamente, el siciliano ante estas palabras esbozó una sonrisa de oreja a oreja, ofreciendo a la vista los dientes que aún conservaba, amarillos éstos por el tabaco. Después soltó el inicio de una sonora y larga carcajada, tan desubicada como festiva. Y durante un instante se invirtieron los roles: la Orquesta del Gato Cabezón fue una escultura en piedra que sucumbió
ante la mirada muerta del basilisco y organillero. El mayor de los Sastre fue el primero en recuperar el movimiento,
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contagiando la mueca en sus labios. Rogelio la disimuló con el dorso de su mano derecha. La Hiena Sastre hizo lo de costumbre. El Rubio Rodas fue el único que permaneció inmóvil.
Genaro ya no tocó la melodía circense: al darle vuelta al molinillo un sonido mucho más barroco fue el que emitió el instrumento. El signare Parlare no se quedó atrás, visiblemente inquieto, carraspeaba un ruido desagradable. Las plumas de la cabeza se le erizaron mientras las pupilas de los ojos se le
dilataban dibujando espirales. La cotorra se sostenía por turnos sobre una pata. Cuando el siciliano dejó de tocar, el ave, aferrando con ambas extremidades inferiores un cartón, se dejó caer hacia atrás, sobre sus alas, ofreciendo su elección. El colorado, temblando, tomó la tarjeta.
-Léelo -ordenó Andresito.
El nene lo hizo primero en voz baja. Después sus ojos miraron a los Sastre y a Rodas. El miedo lo hacía callar. Nuevamente la mano firme de Genaro le imprimió, a tiempo, coraje. Sin dejar de posar la mirada en el cartón, proclamó la profecía.
"El que a  hierro mata, a hierro muere."
El crepúsculo quiso tardar un poco más en su transición para poder ser testigo de lo que venía. No hubo caso. Trajeron la noche, y ya visiblemente instalada, oscuridad propia de tinieblas ganaron este lienzo.
-¿No hay nada más? ¿Seguro? -quiso saber Andrés algo que nadie le respondió—. Mis hermanitos queridos, Rubio, no hace falta decirles que nos han estafado. Don Genaro, nos debe tres centavos. Al final la única predicción acertada no la hizo la cotorra, acá el que tiene la bola de cristal es el Juan: espero
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que por lo menos seas apetitosa -le habló al ave mientras sacaba
el estilete.
Parlare al ver el arma blanca, voló sobre sus cabezas en círculos aleteando desesperado. Genaro echó un silbido corto extendiendo su mano y ofreciendo el índice tal como lo había hecho antes su lazarillo. La cotorra descansó en él.
La Hiena encaró hacia el siciliano. Cuando estuvo frente al organillero, sintió la helada punta del estilete de Nico Rodas acariciándole la oreja derecha. Simultáneamente, la zurda del Rubio pegando en el ala trasera del bombín de la Hiena le descubrió la cabeza para permitirle a sus dedos aferrarse de
los cabellos de Andresito.
-¿¡Eh!? ¿qué pasa Nico? -la voz a mitad de camino entre susto y asombro de Andrés buscó tranquilizar a Rodas.
-Rubio y la concha de tu madre -lo puteó Rogelio desabrochándose el saco para poder desenvainar del cinturón su cuchillo-. Lárgalo -le ordenó apuntándole con la diestra, dejando ver el mango de su arma por delante de donde tenía el apéndice.
Rodas ni se enteró.
Rogelio enfurecido tomó el facón cuya hoja resplandeció encegueciendo tanto como su ira. Dando un par de veloces zancadas logró llegar a la espalda del Rubio y agarrarlo de los pelos tal como Rodas lo hacía con Andrés. El filo de la cuchilla se apoyo en el cuello del Rubio, por debajo de su nuez: "No me obligues", le juró decidido entre dientes.
Rodas moviendo apenas su brazo hizo que descendiera un finito sendero de sangre de la oreja de Andrés.
-¡Aaaahhh! -se quejó la Hiena abriendo bien grande la boca. Groseros hilos de saliva unían labios inferiores con los superiores.
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—¡Suficiente! -exclamó el mayor de los Sastre tras aplaudir sonoramente dos veces para llamar la atención-. Andrés, Rogelio: el pianista debe tener sus motivos para que perdonemos a Genaro, al nene y hasta al pájaro. Rodas merece nuestro respeto... Nicolás -lo llamó por su nombre- tenés mi
palabra de que no les va a pasar nada. Ya se nos hizo tarde y vos sabes que al Señor Lebón lo pone de muy mal humor la impuntualidad. Nicolás -insistió-, nos viniste a buscar porque nos necesita. No es ninguna garantía que esté solo con el pituco —Juan buscó tocarlo en su lealtad incuestionable hacia el Tigre
Harapiento-. Maqueira todavía está muy verde para la orquesta Nico: vos lo sabes. Terminemos con esto para que podamos irnos de una puta vez.

Rodas soltó la cabellera de Andrés y metió la mano libre en el bolsillo del pantalón para sacar el pañuelo. Sacudiendo el brazo izquierdo desarmó la tela bien doblada. Recién entonces despegó el estilete de la oreja de la Hiena, limpiando la hoja con esa prenda. El arma impecable, como su ropa, volvió a
ocultarse en su manga. Ahí, el Rubio bajó la guardia mientras todavía Rogelio mantenía su postura.
Andresito hurgándose con el meñique tanteó el casi imperceptible agujero que le hizo Rodas. Después se puso cara a cara con el Rubio. Estaba iracundo.
—¡Andrés! —sólo tuvo que llamar Juan.
Muy a su pesar, la Hiena Sastre dejó de sostenerle la mirada  a Rodas para encontrarse con los ojos de su hermano Rogelio.
Después de cabecearle afirmativamente, Rogelio liberó al Rubio. Rodas lo ignoró por completo, actitud que le hizo recorrer un frío sudor por la espalda. "Menos mal que ni siquiera lo marqué", se felicitó secretamente, empezando a recuperar color y valor.
El mayor de los Sastre fue el primero en abandonar la cortada de San Lorenzo. Detrás suyo iba Rogelio con una curda de nervios. Los seguía Andresito tapando innecesariamente con la palma de su mano su oreja apenas herida. Exageraba. Convirtiendo en pistola las falanges de la zurda le disparó al lazarillo y a la cotorra en su adiós. El Rubio Rodas, último en la procesión, se retrasó para dejarle un billete importante en la lata a Don Genaro. Al abrir la billetera, el colorado vio que dentro guardaba, además de varios pesos y una fotografía, un cartón de los que sacaba Parlare para predecir profecías.
-Gracias, Nicolás -volvió a sonreír el siciliano.
Rodas lo palmeó en el hombro y se retiró.
Parlare, de la manga de la camisa de Genaro descendió por el pantalón hasta el piso por donde chuequeando hizo menos de medio metro para sólito meterse en su jaula y comenzar con esa rutina aparentemente inalterable de caminar por las paredes y el techo de su prisión.
-Nos salvó un milagro -dijo el colorado haciendo la señal de la cruz.
-Nos salvó el Rubio Rodas... pero nosotros mucho antes lo salvamos a él -afirmó el organillero, a lo que agregó-: ¿Sabes que sería un verdadero milagro, nene?
El lazarillo pelirrojo se encogió de hombros.
-Milagro, lo que se dice milagro, sería que un mudo le diga a un sordo que un ciego lo está mirando —sostuvo el siciliano antes de volver a largar otra carcajada.
* * *
-Inspector Vals, ¿usted no me entendió cuando le dije que íbamos a ir a un casamiento? —visiblemente molesto inquirió el Subcomisario Gallo.
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-Sí que le entendí, ¿por? -respondió Vals.
—¿No tiene otro traje?
—¿Qué tiene de malo éste? —retrucó.
—Primero y principal, que toda la semana lo tuvo puesto. Y la anterior también. De hecho, no sé si se lo sacó alguna vez desde que lo conocí. Segundo, ¡qué está viejo y sucio! Como quien lo usa. ¡Por lo menos podría haberse afeitado, Raúl!
—Gallo, yo no soy ni por asomo el que va a contraer enlace, ni siquiera un familiar o un invitado del novio o de la novia ¿para qué me quiere elegante?
-¡Pero, hombre! Por respeto y por una cuestión de aseo personal.
-Mire, a las ceremonias no pensamos asistir, y si el dato es verdadero, ni siquiera vamos a tener que ir a los festejos. Todavía estamos a tiempo de tener la entrevista en el bar.
—¿Y si tenemos que ir al casorio? Raúl, usted en verdad es meticuloso solo con la profesión ¡Vea un poco más allá de sus narices querido!
—¿Y que se supone que puedo llegar a ver?
—¡¿Qué sé yo?! -se encogió de hombros Gallo.
—Vamos, sea específico ¿a dónde quiere llegar con esto? Usted amagó con sacar un tema.
Ruborizándose, el Subcomisario le preguntó: "No cree que por ahí puede existir, aunque sea muy remota, la posibilidad de encontrar...".
—¿Encontrar que?
-Encontrar el amor de su vida que lo está esperando en una fiesta de este tipo ¡Ya está! ¡Lo dije! Prácticamente es un evento único, Raúl. Además no le parece que ya va siendo hora de que abandone la pune... de que abandone los
kinetoscopios.
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Vals negó con la cabeza mordiéndose el labio inferior.
-Una interesante combinación para la fuerza resultó ser la cuya Gallo: policía y Celestino. Mi madre que está en el cielo le agradece, el relevo. Yo no.
-No se burle, Inspector. Mire que así es como se esquiva de forma involuntaria a la felicidad: colaborar un poco con el destino. Eso se llama atender a las probabilidades. Hay que estar pendiente de ellas.
Vals lo cortó en seco: "¿Usted está casado, señor Subcomisario?".
—Sí. Hace más de veinte años -detalló con orgullo impostado.
—Entonces, usted es una persona mucho más que idónea para corroborar, o refutar, esta hipótesis que he realizado: se dice que cuando el hombre se casa, recién descubre el verdadero significado de la palabra felicidad. Pero ya es demasiado tarde... porque ya dejó de ser soltero.
El Subcomisario exhaló resignado: "No hay nada que hacerle, Inspector Vals. Básicamente usted y sus deducciones me sacan de las casillas porque sabe ingeniárselas para tener la razón... como en este caso".
Vals sonrió.
—Inspector —interrumpió Ferrara, metiéndose en la conversación—, más allá del tema del casorio, ¿no teme sufrir un accidente y que lo tengan que revisar con esas ropas sucias?
-Mi estimado Sargento -paciente, el perfilista, ensayó una respuesta-, si llegara a sufrir un accidente, en ese caso, lo que menos me importaría, obviamente, sería el estado de mi vestimenta.
Ferrara y Gallo intercambiaron miradas que aprobaban el punto expuesto.
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El Inspector venía invicto e inspirado.
Llegando a la entrada de la iglesia de Santo Domingo, varias campanadas indicaron la hora: ocho en punto. En su interior, podía verse una muchedumbre acompañando a las doce parejas que daban en simultáneo el sí quiero en ese preciso instante.
Vals alzó la vista hacia la torre, para deleitarse con las veletas de la cima. En una de ellas, ese can posado en el extremo opuesto a la punta de la flecha mayor siempre le había llamado la atención.
-A ver si apuramos el paso —se impacientó Gallo.
Las campanadas se multiplicaron provenientes del Convento de San Francisco, en cuya iglesia se repetía la postal vista anteriormente, ídem para una cuadra hacia la izquierda de los policías, sobre Simón Bolívar, en San Ignacio, cuya nave también estaba repleta de recién casados, sus familiares, amigos, feligreses, vecinos curiosos y colados.
Vals, Gallo, Ferrara y los dos oficiales que los acompañaban llegaron a Moreno, donde doblaron para buscar la esquina con Perú. Pasaron por un costado del Colegio Nacional de Buenos Aires donde se encontraron con un nene que por las mañanas trabajaba de canillita que les confirmó el dato, y por
fin llegaron al bar El Querandí. Plácidamente ubicados en una mesa pegada a la ventana principal, el Tigre Harapiento y el Pituco Maqueira tomaban ananá fizz, la especialidad de la casa.
Al ver ingresar al boliche a la policía, Maqueira dejó de leer el diario y de inmediato se puso de pie, cediendo su asiento.
-Por favor, Subcomisario, hónreme, usted y sus hombres, con su compañía -el Tigre Harapiento, anticipándose, los invitó a sentarse con él.
El Pituco Maqueira llamó a un mozo para que sumara dos sillas. Una quedó vacía. El Sargento Ferrara al ver que Maqueira iba a permanecer de pie, detrás del Tigre, hizo lo
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mismo, escoltando a Gallo y a Vals. Ferrara notó como Maqueira escondía bajo su axila izquierda un ejemplar del diario El Tiempo. Mientras, los dos uniformados permanecieron haciendo guardia en la vereda.
-¿Desean mojar los labios con algo delicioso? —ofreció de la bebida que estaba tomando-. Enzo, consígame tres copas y otra botella por favor.
—No se moleste, Señor Lebón —lo interrumpió Gallo haciendo un ademán.
—Créame, Subcomisario —intentó convencerlo el Tigre-, no sabe lo que se pierde: el ananá fizz del Querandí no debería ser patrimonio exclusivo de los profesores que lo toman mientras corrigen exámenes o de los estudiantes que logran «probar alguna materia difícil. Yo calculo que estudiar a uno le puede hacer doler la cabeza, pero de ahí a tener una resaca por Latín o por Física, bueno... esa es otra historia.
—Mire, Lebón, nosotros estamos acá...
—¿Quiénes nos acompañan, señor Subcomisario?
 -Soy el Inspector Vals, él es el Sargento Ferrara. Podría decirse que es un gusto pero ¿hay necesidad de ser fariseo?
Gallo se masajeó el corazón. El Tigre, divertido, mostró los dientes.
-Oí hablar de usted, Inspector.
—Espero que todos hayan sido buenos comentarios.
-No se preocupe, que en efecto, solo piropos hacia su Trabajo.
Vals sonriendo y sin mirarlo, encendió un cigarrillo.
 -Yo también escuché mucho sobre usted, Señor Lebón.
-Ojalá nada malo.
-Todas loas -sostuvo Vals—, todas loas a su desempeño laboral. Se ve que es muy respetado en lo suyo.
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—Se hace lo que se puede, señor Inspector, en mi rubro si uno se equivoca, lo paga muy caro. ¿Me permite que le haga una corrección?
-Dos... y todas las que sean necesarias, si va a servir para mi ilustración...
-La palabra "loa", expresando alabanza, ciertamente no es correcta.
-A mi entender, es mucho más que idónea: qué más correcto que este término propio de ese tipo de poemas dramáticos escritos con la intención de ensalzar una persona o celebrar un acontecimiento...
-Es que nos estamos refiriendo a géneros diferentes: las loas de las que usted habla distan de las loas que yo adoro. No conviene llamar por su nombre a los espíritus de antepasados, santos y gemelos. Tampoco al Bon Dieu...
-Señor Lebón -los interrumpió Gallo adrede, ante tanta ironía impune por parte de ambos—, entendemos que nuestra presencia en este recinto no sea para nada agradable, tampoco por ello estos minutos tienen que ser necesariamente un calvario.
-Le puedo asegurar que yo tampoco la estoy pasando bien en este instante, pero no es por ustedes caballeros, ¿no es cierto, Enzo? -confesó melancólico clavando la mirada en el líquido burbujeante-, para mí, este es un día triste. Para otros, mucho más afortunados, hoy es un día perfecto -levantó el índice
para hacer notar las campanadas de las tres iglesias lindantes.
"(Cuando era solo un día perfecto, bebíamos sangría en el parque..."
—Lamentamos tener que molestarlo pero así se han dado las circunstancias -insistió el Subcomisario-. Quisiéramos aclarar con usted algunas cosas.
-Voy a colaborar con ustedes en todo lo que pueda.
-Mire Lebón, dejémonos de payasadas -cortó el aire el Inspector Vals, horrorizando a Gallo, poniendo en guardia tácitamente a Ferrara y Maqueira, y ganándose con su insolencia la atención del Tigre Harapiento-, la madrugada del lunes, sus muchachos asesinaron a un mayoral y a un pobre tipo de apellido Dávila. Del guarda no sabemos nada-hizo una pausa para darle
una pitada al cigarrillo-. De Dávila, conocemos bastante. Por Io que a mí concierne, estoy prácticamente seguro que inclusive usted estuvo en la escena del crimen.
-¿Tiene pruebas?
-Ninguna, tampoco las vamos a tener y no creo que nos llagan falta. Lo de Dávila son cosas que pasan. Lamento decir que no nos interesa —Vals hizo una pausa en la que se acicaló el a n dio bigote-. Ahora bien no sé si está enterado de un asesinato ocurrido esa misma noche, pocas horas después, en un lupanar perteneciente al gitano Emir.
-Algo leí en La Prensa sobre una prostituta degollada. ¿Qué tiene que ver conmigo?
 -Es lo que buscamos establecer. Por ahora estamos abarcando todas las probabilidades. ¿No es cierto Subcomisario? A fin de cuentas somos policías y Celestinos.
-La muerte de esa mujer además podría estar vinculada a otra serie de crímenes sin resolver, todos ellos francamente  macabros-intervino Gallo.
-Y ligados a la política -agregó Vals, ya no tan jocoso-, Particularmente esa es mi teoría, ahí es donde entra usted. Política y suciedad van de la mano, y en esa selva es digno rey el Tigre Harapiento.
---Ehhh... Señor Lebón -lo llamó el Subcomisario- si nos dirigimos a usted es para dejar en claro que con esto vamos a ir hasta donde sea necesario. Fíjese. Alguno de sus chicos puede
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que este actuando por su cuenta, que haya enloquecido; vio como es esto, uno no puede pasarse todo el tiempo entre la mierda y no salir manchado. . .
-También puede ser un chico suyo que esté siguiendo órdenes -opinó el Inspector.
-Caballeros, estas acusaciones son muy serias, siento que mi buen nombre está siendo mancillado -fingió desazón el Señor Lebón.
Vals lanzó una carcajada acompañada de un fuerte golpe de su palma a su pierna derecha; "¡Por favor repítalo que casi me lo creo "
 Gallo se puso de pie: "Nos vamos Raúl, ya ha sido suficiente".
Vals se levantó y abrochó el frente de su saco: "Cuéntele la verdad a la almohada Lebón... si usted no tiene nada que ver con esto, piénselo bien antes de mandar a los Sastre y al Rubio Rodas a buscarme en algún kinetoscopio o lenocinio. Un loco, o varios hijos de puta así, no nos conviene a ninguno de los
dos bandos, ¿no le parece?".
-Comprendo -asintió Lebón.
Salió primero Gallo, seguido de Ferrara. Afuera se reunieron con los dos oficiales que se habían quedado en la vereda. Vals se quedó relegado porque por primera vez puso atención en el rostro de Enzo Maqueira. Había algo en él que le era definitivamente familiar.
En esos ojos verdes se veía un pecado, de esos que uno se miente jamás haber cometido.
—¿De dónde te conozco yo a vos, pituquito?
-Todavía no me conoces, pelado -le aseguró Maqueira-, pero cuando lo hagas, no me vas a olvidar, dalo por hecho.
El Inspector frunció el ceño: "A otro con esa milonga, nene,  que vos no tenés edad para bailar conmigo", fue su saludo de despedida.

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