miércoles, 15 de febrero de 2012

La ciudad en la novela de América Latina (inédito) Por David Viñas

Fuente: Revista El interpretador

La ciudad en la novela de América Latina (inédito)  Por David Viñas              
 
a Santillán y Kosteki
 
Hablar de la ciudad en la novela americana (y con mayor precisión en la Latinoamericana) resulta extraño. Es decir: anormal. Sobre todo cuando uno se va enfrentando a las primeras manifestaciones de la novela ya sea en México, en Brasil, en Perú o en nuestro país. Y esa anormalidad se debe atribuir fundamentalmente a la falta de naturalidad con que el novelista se enfrenta a la ciudad. Allí todo es novedad y descubrimiento, nada de costumbre ni tradición. Todo está puesto en la ciudad de los novelistas de nuestro continente cultural, nada está dado. Y a partir de este dato es que el novelista ciudadano se impone la necesidad de establecer categorías, desentrañando lo que está delante de sus ojos, descubriéndolo y haciéndolo estallar (contrariamente a esta actitud nos encontramos con que el novelista que se enfrenta al campo, a la naturaleza americana, a lo que está dado, se limita en la mayoría de los casos a lo descriptivo). De ahí que el novelista de la ciudad se caracterice por una mayor tensión que lo obliga a superar lo descriptivo para entrar en lo definitorio. Y al hablar de descripción me refiero al signo más general de la novela rural: una suerte de acumulación de datos, estrechamente positivista, en la que se van enunciando, enumerando, mostrando hechos y cosas prescindiendo de contenidos.
La novela ciudadana, en cambio, tiende a lo definitorio como resultado de la actitud tensa, de mayor exigencia en que se encuentra el novelista ante algo anormal, novedoso. Es que el novelista de la ciudad americana quiere saber qué tiene allí delante, qué es ese complejo extraño, inusitado, amorfo, nuevo, original, sin clasificación. Porque hay que tener muy presente que si el campo, el desierto americano es lo dado, la naturaleza, lo conocido, también es lo frecuentado, lo de siempre, lo que no asombra. En cambio la ciudad, en tanto lo puesto, resulta lo inventado recientemente. Por eso el novelista intenta definirla, indicando sus límites, separando sus elementos, agotando dramáticamente sus notas esenciales. La definición –cosa sabida– se efectúa por el género próximo y por la diferencia específica. Y yo creo que el novelista de la ciudad americana la intenta definir de acuerdo a estas características. Porque si el campo novelístico de los llanos de Venezuela se parece al de la pampa (Gallegos y Güiraldes, p. e.), Valparaíso de Edwarda Bello no se asemeja en absoluto a la Buenos Aires de Roberto Arlt, ni la Bahía de Jorge Amado a la Habana de Alejo Carpentier. Es que nuestra América se parece en lo dado, en su naturaleza, en su sertón o en su pampa, y se diferencia en lo puesto, en su contingencia, en sus ciudades.
Resumiendo: el novelista de la ciudad americana se debe enfrentar a algo nuevo, desconocido, inventado, sin clasificación ni categoría. Ese desamparo lo crispa y en muchos casos lo lanza a una suerte de vértigo que lo pone en una tensión tal que lo obliga a trascender lo puramente descriptivo para ir a lo definitorio.
Estas –creo– son las notas fundamentales del novelista de ciudad en la literatura latinoamericana.
Ahora bien. Tendría que ir acumulando pruebas de lo dicho: analizar a los novelistas de Quito, de Río, de Santiago, de Bogotá y de todas las ciudades que han dado una novelística que las representara, las definiera. Pero me resulta imposible por una razón cuantitativa, otra temporal y una tercera metodológica. Y las tres obvias. Así es que tendré que olvidarme del San Pablo de Alcántara Machado, de los dramas quiteños de Alfredo Pareja, de La Casa Solariega del paceño Chirverches, de todo el universo decimonónico del chileno Blest Gana o de la visión caraqueña de Uslar Petri.
Y me limitaré a la novela en tres ciudades: Méjico, Lima y Buenos Aires. Porque entiendo que la tensión descubridora y analítica se da en estos tres centros si no con mayor fuerza, sí con unas diferencias mucho más nítidas. En Méjico por lo indígena, en Lima por lo Virreinal y aquí, en Buenos Aires, por lo cosmopolita.
Empezaré, por lo tanto, por lo que tengo más cerca: por Buenos Aires que, como todos sabemos, es una ciudad vulgar, sin nada muy feo ni nada muy hermoso, y que exige (siempre ha exigido) de sus novelistas un poderoso ejercicio de asunción de esas características para no diluirse en lo banal. Quiero decir: Buenos Aires no ha ofrecido ni notables elementos de fascinación ni trémulos elementos de rechazo sobre los cuales el novelista pudiera apoyarse.  En verdad las respuestas (respuestas literarias) han sido superiores a los estímulos ciudadanos.  De ahí que Buenos Aires a lo largo de sus novelas más representativas, más auténticas, aparezca con una configuración que podríamos llamar coloidal: ni muy fea, ni muy bella, ni grandes dramas ni notables realizaciones, ni muy cálida ni muy fría, ni decididamente europea ni totalmente americana, ni completamente indígena ni absolutamente hispánica. Porque si hasta si nos tomamos el trabajo de analizar los regímenes políticos que se van describiendo en las novelas porteñas, desde Amalia de Mármol hasta Tres mujeres de Goyanarte (para citar un ejemplo inicial y otro reciente) jamás son totalmente dictaduras ni totalmente sistemas democráticos.  Y el idioma, incluso, de Cambaceres a Barletta o Verbitsky pasando por Sicardi siempre nos encontramos con la ambigüedad, con la inestabilidad, con la solución coloidal: ni purismo idiomático ni sistemáticos vulgarismos. Por eso es que se puede asegurar, sin temor a distorsionar la verdad, que la novelística porteña es fundamentalmente novelística de arrabal, de límite, de frontera, de zonas de contacto de cultura, de lugar de fricciones, de encuentros y choques, de equilibrio inestable. Y, de paso, conviene despejar un malentendido que es ya lugar común: el creer y afirmar que en virtud de esas características eminentemente híbridas Buenos Aires no representa lo argentino.  Aquí (y para que esta digresión no se prolongue) conviene dejar sentado que ni lo argentino se puede aceptar como una sustancia inalterable y estática y mucho menos en un estado puro.  De ahí que Buenos Aires (el Buenos Aires de la novela en nuestro caso) tenga validez representativa, tanta como puede tener Salta o el más empecinado de nuestros campesinos de rastra y lloronas.
Buenos Aires es el equilibrio inestable, la torsión permanente, lo ambiguo, lo cosmopolita, lo híbrido.
Pero vayamos al comienzo: a Caseros, al final del rosismo y a la aparición de Amalia. La tensión de Mármol es evidente. Alguna vez lo puse bajo un título: “Los dos ojos del romanticismo”, refiriéndome a uno de los planteos de la generación romántica. Echeverría, quien propuso como solución cultural “tener un ojo clavado en Europa y otro en América”. Y Mármol cumplió con ese precepto: y su Buenos Aires constantemente se recorta sobre la imagen ideal europea: lo europeo es lo absoluto, Buenos Aires lo contingente; aquello lo paradigmático, Buenos Aires lo transitorio, la ciudad de repuesto.  Y lo que nos interesa: la ideal ciudad europea, el modelo y Buenos Aires la suma de contradicciones. Dijimos que Buenos Aires en cuanto realidad se recorta sobre la imagen ideal europea y, naturalmente, sale perdiendo; por eso Buenos Aires de Mármol es una ciudad en inferioridad de condiciones. Algo que está mal, sin dudas, pero que en virtud de sus potencias puede llegar a ser algo más, aproximarse al ideal al ideal saliendo de su condición: la ciudad sumergida, condenada, impedida. Lo válido de esta ciudad de Mármol se da por delegación, por elementos intermediarios entre esto, Buenos Aires, y aquello, lo paradigmático y lo válido. Buenos Aires en el esquema de Mármol vale por su participación en lo europeo: el idioma, claro está, las modas, las opiniones, los decorados, las habitaciones.  Pero Mármol se debate entre lo ideal, admirado y legalizado, y lo real, desdeñado, descalificado, atacado. Ese es el esquema ideológico de Mármol, sin duda.  Pero los resultados se vuelven contra él: porque lo realmente válido en su libro es lo que él desdeña por impuro y lo trascendente de su actitud como escritor no es el equilibrado esquema biocular de Echeverría, sino la tensión dramática a que lo conduce esa doble mirada. Y la situación en que lo coloca esa doble mirada.  Es decir, en la participación y no en la exclusión, en la integración de lo europeo ideal y de lo americano real y no en la segregación.  Y de ahí la validez de su novela: porque esa integración siempre es polémica, los desniveles favorecen a lo dramático y Buenos Aires no resulta una ciudad poblada de paradigmas inobjetables sino de asimétricas figuras dramáticas.
Esto se ve con mayor claridad en la reducción al absurdo del esquema de Mármol que se da en las olvidadas novelas de la tiranía, especie de trasfondo o de plataforma submarina donde se apoya Amalia y que prácticamente cubren la década que concluye con las batallas de Cepeda y Pavón: La huérfana de Pago Largo de López Torres, El prisionero de Santos Lugares de Federico Barbará, Los mártires de buenos Aires de Manuel María Nieves, Camila O’Gorman de Filiberto Pelissot, etc. Porque si Mármol propuso a lo europeo como paradigma ideal, a través de cuya participación se validan las cosas, sus continuadores e imitadores lo convierten en lo ejemplar imposible de participación o acercamiento. Y, por contraste, Buenos Aires jamás podrá alcanzar categorías válidas, de salvación, de natural vigencia.  En Mármol, Buenos Aires era la condena transitoria, la ciudad que purgaba sus culpas; en sus imitadores es la clausura, el infierno sin salvación.
Si la buenos Aires de Amalia es peninsular, con vasos comunicantes, con futuro, la de sus seguidores es insular.  Si las calles de Mármol están pintadas de rojo, la ciudad de los Pelissot, los nieves y los Barbará está sumergida en sangre.  A Mármol la ciudad le dolía y se lamentaba, éstos se avergüenzan y se disculpan.  Lo cuantitativo –grotescamente– parece sacar a la Buenos Aires de novela de su constante indefinida o coloidal.  Excuso decir que la calidad de estas novelas de la tiranía es secundaria cuando no menor y su valor no pasa del documento (no ya histórico, por supuesto, sino literario).  Pero lo que nos interesa: esa salida del Buenos Aires que encontraremos a lo largo de la novelística porteña como de equilibrio inestable y que en estos casos se rompe, ocurre precisamente cuando el nivel literario de las novelas decae.  Es decir: Buenos Aires pierde su ambigüedad cuando la literatura es mala.
En la narrativa posterior (que si bien es cierto no responde exactamente al concepto de novela), los términos en que hemos situado a Buenos Aires se invierten.  Estamos en la década del 70 y la frontera interior adquiere importancia capital a través de los cronistas de la frontera: Mansilla, Álvaro Barros, el mismo Eduardo Gutiérrez de Juan Moreira y Hormiga negra y Pastor Luna.  Esos hombres, de origen porteño, ex soldados en una guerra porteña como fue la del Paraguay, colocaban a Buenos Aires como término ideal y como destinataria de sus libros-correspondencia. Buenos Aires era el recuerdo, era la salida, el futuro regreso y el paradigma de lo que veían en la pampa.  Era el modelo cultural, el código. Buenos Aires en Mansilla deja de ser realidad para transformarse en ideal, en aspiración, en ejemplo. Es el punto de referencia de todo lo que ve y en tanto su posible auditorio, su desquite y su gloria.  Se escribe pensando en Buenos Aires y para que Buenos Aires los lea.  Y la ambigüedad y la inestabilidad se transforman en valores positivos frente a las cosas petrificadas en medio de las que tienen que vivir: soldadesca, fortín, indiada, toldería. Al mundo opaco de la frontera se opone el transparente de Buenos Aires. Las cosas iguales a sí mismas de la vida que llevan ya sea en Río cuarto o en Guaminí es antagónica al mundo de las cosas que pueden tener varios significados y valores al mismo tiempo y que presupone Buenos Aires. Mansilla, Barros, Gutiérrez y más adelante Estanislao Zeballos, el comandante Prado y el mismo general Roca en sus apuntes de campaña viven en un mundo de “pan igual a pan” pero añoran y proyectan su vida cotidiana sobre Buenos Aires donde “pan” tiene varios significados y diversos valores: donde se lo puede llamar en francés o en inglés por su condición cosmopolita, y donde la oposición fundamental no se reduce a la persona-cosa del desierto sino a la más variada, más atractiva y más dramática de persona-persona. Más aún: Buenos Aires es idealizada porque a lo largo de sus recuerdos, de sus descripciones y de sus reflexiones, estos expedicionarios que en la mayoría de los casos no pasan de excursionistas, en la relación entre persona y cosa constantemente ponen el acento en lo personal, en lo cambiante, en lo ambiguo, en lo multívoco. El desierto, la frontera, eran iguales a sí mismos, lo de siempre, lo inalterable, y ellos lo reconocían de un vistazo; Buenos Aires, en cambio, les seguía resultando escurridiza, inasible, difícilmente definida, empecinadamente amada.
Y luego la gran década del 80 al 90: la Gran Inmigración y su notable respuesta novelística: Cambaceres. El cosmopolitismo y la ambigüedad de Buenos Aires alcanzan una de sus culminaciones: por planteos ideológicos, por educación y formación, Cambaceres está a favor de la inmigración y la aplaude y la propicia.  Eso, en teoría: él desea la Babel, es la solución, el prestigio, la culminación, el poderío, la gran ciudad, el orgullo. La teoría, repito. Pero frente a la realidad y a la concreción de sus planteos, la desolación, el desencanto, el malestar, la repugnancia, el desprecio y la denuncia. La tensión nuevamente; porque Cambaceres se siente el testigo del primer fracaso ideológico del país. Se había propiciado la inmigración; pero no se había resuelto el segundo paso: el problema de la tierra, la división y la entrega del latifundio. Entonces, el resultado: la acumulación de los inmigrantes en Buenos Aires, su envilecimiento, su ruina. Y Cambaceres oscila constantemente entre el deseo de ver una capital formidable, y el disgusto que le provoca la Babel rioplatense. Sus ideales se confunden con sus comprobaciones, sus proyectos se mezclan con sus vivencias cotidianas y la tensión se establece entre una Buenos Aires ideal y una Buenos Aires real. Sin rumbo y En la sangre están anegadas en ese descubrimiento que se niega a ser decepción: del hombre, del novelista que se siente perdido, envenenado.
Por otra parte, con Cambaceres, por primera vez se siente el ritmo y la dimensión de la ciudad moderna. Por primera vez hay desconocidos por la calle, personas a quienes no se les conoce el nombre, pero que viven en la misma ciudad, en otras partes de la misma ciudad. La ciudad empieza a tener “otras partes”, Buenos Aires empieza a tener otros barrios, a ser lejana dentro de sí misma, a tener una dimensión interior de la que antes carecía. Es entonces cuando Buenos Aires empieza a ser de por sí una travesía, con lejanos y desconocidos términos y con estaciones intermedias. Es que con Cambaceres lo cosmopolita se ha instalado definitivamente dentro de los límites de la ciudad. Y esta ciudad ya no necesita otros términos a los cuales referirse. Todo está dentro de ella. Por primera vez, con Cambaceres Buenos Aires ni se recorta sobre otras ciudades ni es paradigma ideal de nada. Es un organismo completo en sí mismo: autónomo, autoabastecido, definitivamente reconocido por sus escritores como algo nuevo y original. Con Cambaceres Buenos Aires por primera vez es absolutamente asumida en su ambigüedad. Ni más comparaciones ni más disculpas ni más proyectos. Buenos Aires es una ciudad tan odiada como imprescindible.
Tanto es así que hasta tiene sobrenombre, auténticos sobrenombres. Porque si con los románticos fue la Atenas del Plata (apodo que suponía la referencia obvia a lo europeo), con López, la ciudad se llama Gran Aldea. Y está bien, Buenos Aires es eso, así se la ve y así se la acepta. Advertimos, por lo tanto, que del idealismo de románticos y de cronistas de frontera estamos pasando a un singular y evidente realismo: Buenos Aires es igual a sí misma.
Y La Gran Aldea de Lucio V. López, Juvenilia de Miguel Cané y La Bolsa de Julián Martel van estableciendo las categorías de la nueva ciudad, de la nueva visión de Buenos Aires. En primer término, la nueva topografía: los barrios que crecen, las calles que cambian de nombre, las plazas que brotan de antiguos jardines particulares, las casas que alzan dos y tres pisos (y la curiosa visión de Buenos Aires desde los balcones, la azoteas, los miradores y las bohardillas se convierten en los iniciales descubrimientos de una altura que esta ciudad jamás había tenido). En segundo término, la nueva antropología porteña: desde los nuevos apellidos que siempre resultan más cómicos que extraños hasta el dando, que hace oficio de su vida y espectáculo de su cuerpo; el atorrante que desdeña la ciudad, que se escuda en cualquier rincón de ella o que se exhibe despreocupada y provocativamente en el centro; el hombre de empresa, el bolsista, el hombre de garra que salta de Lombroso a Martel y de Martel al Senado; el estudiante que se ríe en los pórticos de Cané para reaparecer con el alucinado en Podestá; y el gringo perplejo y burlado y la diva tan opulenta como condescendiente y los vigilantes memoriosos y los gallegos eficaces y los iniciados compadres, más o menos desteñidos en gaucho y matarife. En tercer término, el nuevo idioma: el lunfa que estalla contemporáneo de las primeras huelgas obreras, la trata de blancas, la facultad de filosofía y letras, y el Almafuerte de la época en que los radicales eran revolucionarios, los socialistas románticos y la oligarquía inteligente. En cuarto término, toda una serie de tendencias ideológicas que participan de un común supuesto positivista: utilitarismo, sensualismo, materialismo, economismo, naturalismo, biologismo, pragmatismo. Y en su afán investigador los novelistas representativos los novelistas representativos del Buenos Aires de fines del siglo XIX se niegan a admitir otra realidad que no sean los hechos y a analizar otra cosa que no sean las relaciones entre los hechos, subrayando decididamente el cómo y eludiendo responder al qué, al por qué y al para qué. Uniendo a estas características una decidida aversión a la metafísica. De ahí en esfuerzo que hacen sobre todo los mejores representantes de la novela de Buenos Aires de este momento, que son Sicardi, Manuel T. Podestá, Antonio Argerich.
Son médicos, y médicos educados en el positivismo. El más representativo de ellos, Sicardi, que en su Libro extraño pugna por hacer una síntesis de ese Buenos Aires finisecular y distinto. Amplitud balzaciana y recursos zolianos son sus características, tonalidad y biologismo, la sociedad entera en sus orígenes y sus herencias. Su resultado es una Buenos Aires sombría y retórica, húmeda, imprecisa, habitada por personajes desmesurados, por momentos fantasmales, con ideas desproporcionadas y que realizan actos contradictortios, incomprensibles; a pesar de todo su positivismo y de su afán cientificista, Buenos Aires se le escamotea. Sicardi advierte que se le va de las manos y se irrita y la insulta, corporizándola y animándola en una especie de cuerpo a cuerpo. Su fracaso científico, la inoperancia de sus esquemas positivistas, lo trastornan y hasta le otorgan arbitrariedad, invento, creación. Cuando Sicardi resulta mal científico, precario coleccionador de datos, crece como novelista y como intérprete de Buenos Aires y su Libro extraño es el mejor documento de una etapa ciudadana. En cambio, cuando acierta con sus esquemas y sus cuadros sinópticos toda su visión se reseca, se constriñe, se frustra.
Sicardi, por otra parte, es el primer novelista de Buenos Aires que lúcidamente, con deliberación, se plantea la ciudad como enigma. La totalidad de la ciudad es un interrogante que hay que despejar. Antes, hasta su aparición, Buenos Aires es el hábitat, el escenario, pero lo principal son los personajes. En Sicardi ya es la ciudad la que toma papel y responsabilidad de protagonista. Los elementos (paredes, calles, esquinas, ventanas, cielo) son visiones de algo unitario, de algo que conglomera a todos, que está más allá de personajes y problemas y que los trasciende y explica. Más lejos de la herencia biológica de alguien, o de su ambición, o de su amor, existe la ciudad que predetermina y organiza. Un trepador o un inmigrante, o un proletario, además de serlo y de explicarse por determinados elementos, son un trepador porteño, un inmigrante en Buenos Aires, o un proletario en Buenos Aires. Y todos ellos son y se explican por esa condición primera. Lo porteño –por lo tanto– no es una connotación más sino su primer motor. Buenos Aires, en Sicardi, ha dejado de ser adjetivo para pasar a ser clave, alfa y omega, última ratio.
Frente a Sicardi, el novelista desde dentro, en la última década del siglo XIX aparece Grandmontagne, Francisco Grandmontagne, con su Teodoro Foronda inserta al inmigrante recién llegado y va descubriendo la ciudad al mismo paso que el que acaba de llegar al puerto. Así resulta que lo que en Sicardi se va dando por desarrollo y en Grandmontagne resulta por acumulación, lo que en Sicardi es cielo que cubre o viceversa que en envuelve, en Grandmontagne son estaciones sucesivas. Lo que priva en Sicardi es lo ambiental y en Grandmontagne lo temporal.
El Buenos Aires del primero es la humedad pegajosa que todos alguna vez hemos sentido, el del segundo es la cabalgata de edificios y lugares donde esos trabajos se celebran. De ahí que el Buenos Aires sicardiano sea fundamentalmente sensorial y el de Grandmontagne visual. Correlativamente, la novela y la ciudad que surgen de Grandmontagne están orientadas hacia el siglo XIX, hacia Galdós, y la de Sicardi es el precedente del siglo que comienza, del Buenos Aires de Gálvez. Cuando Sicardi (a pesar de su intento totalizador de Buenos Aires) alude, Grandmontagne enumera, y si tuviéramos que echar mano de otras disciplinas para explicar aún más las características de uno y otro, diríamos que el método de Sicardi es impresionista y el de Grandmontagne puntillista. Sicardi es de trazos amplios, vigorosos; el otro, acumula. Pero los dos coinciden en lo que desde el comienzo es estímulo constante de la novela de Buenos Aires: el predominio de lo inestable, de lo ambiguo, del equilibrio inestable. Uno desde el arrabal (Sicardi) y el otro desde el puerto (Grandmontagne) se superponen en lo que hace a lo fundamental, porque si la condición coloidal de Buenos Aires se ve y se oye con Grandmontagne, con Sicardi se huele.
Y con el 900 llegamos a los escritores que para mí definen las dos vertientes de la moderna y actual novelística argentina: Payró y Larreta. Y, por conjunto, las dos interpretaciones más típicas y reiteradas de esa misma realidad que es Buenos Aires.
Aun cuando ni Payró ni Larreta se ocuparon frontalmente de Buenos Aires, en varias ocasiones se puede rastrear las actitudes fundamentales de los novelistas frente a la ciudad: si en Payró la actitud es de arrojo, en Larreta es de cautela. Y eso, frente a todo. En Payró el habla porteña, cuando aparece, rompe todo tipo de esquema y salta con una naturalidad que es fuerza y color. El mejor de sus personajes Gómez Herrera asalta a Buenos Aires con mucha mayor intensidad de la que puede haberlo hecho el inmigrante en Grandmontagne. Buenos Aires en Payró es campo de batalla, matadero, botín, escaparate. Todo está hecho para tomarse. Y para el primero que tienda la mano. La ciudad de Payró es para hombres decididos y veloces. Ni muchos escrúpulos ni muchas vueltas. ¡Al que agarre! Podría ser la consigna de sus conquistadores de ciudad. No hay límites: ni éticos ni idiomáticos. Y Buenos Aires es el caos. Lo informe y coloidal resulta caótico, porque si no hay límites tampoco categorías, cada cual vale de por sí. Cada habitante es un solitario y un enemigo, cada vecino un merodeador.
Larreta establece otra línea continuada por Mallea, por Mujica Láinez. Todos tienden a la norma, en su interpretación, de la multiforme Buenos Aires. Y no es que lo caótico da la ciudad se racionalice y se ordene, pero en ellos existe la voluntad de lograrlo. La ciudad es la residencia, los antepasados, el homenaje, la lenta ceremonia de los años que van transcurriendo. En Payró la urgencia, la cabalgata, el despanzurramiento.
Así es que tenemos dos vertientes en la nueva novela de Buenos Aires condicionada por la actitud de los escritores y por su sentido del tiempo: pasado y continuidad porteña en Larreta; presente y velocidad en Payró. Pero el fenómeno ciudad permanece inalterable con sus invariantes ya señaladas. Gálvez (el desdeñado Gálvez o el sobreestimado Gálvez) es quien con mayor asiduidad se enfrenta a Buenos Aires a partir del año 10. El esquema balzaciano reaparece con este novelista desde sus comienzos allá en la segunda década del siglo hasta sus recientes y lamentables interpretaciones del fenómeno urbe en función del presente peronista.1
Gálvez descubre la bohemia alrededor del Centenario y penetra en el arrabal de uno de sus mayores aciertos. Buenos Aires presenta cada vez mayor cantidad de facetas y tras ella se lanza Gálvez: el Barrio de las ranas o el Barrio norte, Palermo, el hipódromo o alguna calle soleada de Flores. La cantidad es lo que fascina y en la cantidad encalla su visión y su sentido crítico. El mal metafísico, Historia de arrabal, Nacha Regules y Hombres en Soledad, “un hombre fuerte y una mujer moderna”. La ciudad crece y la obra de Gálvez no le quiere ir a la zaga. Por eso la mejor definición de Gálvez creo que es la de un escritor con un potente ímpetu y un método detestable. Lo mejor que queda de él en tanto novelista de Buenos Aires, y del país por cierto, es la catalogación y ordenamiento de sus grandes problemas. Por eso sirve como fichero y no como novelista.
En su obra está consignado el Centenario y el modernismo, el malón blanco de tratantes y rufianes, el feminismo y la revolución del 30, el hipódromo y los cafetines. Por cierto todo eso. Pero Buenos Aires no es una colección. Es una unidad. Y esa unidad esencial la logró asir Manuel Gálvez, uno de los mayores sobrevivientes de la literatura argentina.
Leumann (con El empresario del genio y La vida victoriosa) en su momento fue estimado como la superación del método Gálvez: como el logro de un realismo más sutil. Pero si este último no tenía método, Leumann no tenía ímpetu y su intento de definir la ciudad no pasó de esquema. Pienso en otros fracasos, honestos, inútiles fracasos; la trilogía de Fingerit (Destinos, Eva Gambetta y Mercedes) la única novela de Lugones (El ángel de la sombra), los intentos novelísticos de Quiroga (Historia de un amor turbio).
Pero como reacción a la Semana Trágica de 1919 dos escritores dan su visión de Buenos Aires de este momento: uno, Arturo Cancela, en uno de los Tres relatos porteños: “Una semana de Holgorio”, donde da una visión humorística de ese acontecimiento y una interpretación risueña de la ciudad: todo se deforma, nada es rígido, todo se ablanda, los hechos no tienen trascendencia ni cabales razones, todo ocurre en una especie de cabalgata absurda, un tiro de fusil es un cohete carnavalero, la angustia de un obrero se transforma en un grotesco paso de saltimbanqui; la policía brava adquiere características asainetadas y bonachonas. “Aquí no ha pasado” todo ha sido puro humo, puro humo, pura espuma, nos parece decir Cancela. Las revoluciones se hacen porque la gente esa mañana se levantó con acidez de estómago. Los obreros protestan para salir en los diarios. La sonrisa, la actitud volteriana, la comedia, se mezclan en Cancela para desbaratar todo intento y toda causa dramáticas. La ciudad es tomada en solfa y la ambigüedad, que es su signo más constante y evidente, se transforma en un inofensivo caldo más o menos tibio.
Los datos de este humorista son vendidos pero la tabla de valores donde se insertan deforman el conjunto. Un hombre parado al lado de la pirámide es un dato cabal junto a una tabla de valores rígida y objetiva. En cambio: un enano pintado en un fondo blanco carece de punto de referencia. Tal es el mecanismo humorístico de Cancela: el escamoteo del contexto, y así resulta que un obrero o una comisaría de Buenos Aires, pueden tener la altura de un camello o de un dedal. No deja de ser significativo que los humoristas argentinos (Cancela, Anzoátegui, Marechal) sean hombres de derecha: la derecha tiene miedo y tiene humor y su sonrisa les sirve para desinflar cualquier ademán violento, cualquier rigidez que se prefiere desarmar, ablandar y anular. La posición antagónica está dada en este caso por La ciudad de un hombre de Leónidas Barletta. Si la técnica de Cancela fue el ablandamiento sistemático de todo lo que podía tener visos trágicos, en Barletta el enriquecimiento sistemático: en la ciudad de Buenos Aires todo es abrupto, todo es tieso y por momentos sentimos que una lluvia de lava ha caído sobre sus calles y habitantes. Y lo que tendría que ser un ademán de protesta, momentáneo, oportuno, certero, se convierte en una tiesura monótona que embota toda posibilidad dramática. En Cancela Buenos Aires tiene visos de desarticuladas marionetas, que pueden decir sí o no, o allá o acá con la misma blandura; en Barletta lo inverso: tiesos monolitos que sólo responden y repiten un monosílabo.
Y como resultado dos visiones fantasmales de Buenos Aires del 19 merece consignarse en este momento (que de acuerdo a la cronología que vamos dando a esta visión panorámica, corresponde la primera Presidencia de Yrigoyen) un libro olvidado sobre Buenos Aires y que, dentro de sus limitaciones, estimo que acierta con la descripción y el análisis de la casa porteña, de la casa de barrio como reflejo de la ciudad que la rodea. Se trata de La casa por dentro de Juan Palazzo, publicada en 1921. a Palazzo la casa porteña se le aparece como isla y como estación, como baluarte y como descanso, recorrida por todo lo que acontece en la ciudad, síntesis de esa ciudad, pero opuesta a ella en una actitud de rencor y defensa. La casa por dentro de Palazzo participa a la vez del paréntesis y de la estabilidad, de lo sólido y lo definitivo en la medida en que es anticiudad: lo que se opone a lo transitorio, a lo contingente, a lo que cambia de lugar y de nombre; una silla siempre será silla y la silla de fulano, y la silla de fulano colocada en la puerta de la pieza dos. De ahí que resulta evidente la necesidad de superar toda ambigüedad en el libro de Palazzo, ya sea en lo designativo como en lo ubicativo. Nada es prescindible en esta casa ni nada se puede olvidar, todo es necesario y todo tiene su historia. Y la repetición parece intensificar esa sensación de solidez que envuelve a esa casa: los horarios cotidianamente reiterados, las mismas frases, los idénticos diálogos. Y lo repetido termina por trasmutarse en una suerte de fatalismo: porque de la misma manera que todas las mañanas se dice “—Buen día, fulana.”, se comenta “—Hay que morirse.”, “—El de la pieza 18 murió.”, o simplemente, “—Llueve”.
Podría decirse que con el martinfierrismo (o con los mayores de sus representantes) el análisis de Buenos Aires llega a ser un estilo y una definición. Porque la ciudad es uno de sus grandes temas, si no el más importante, encarada fundamentalmente como una instancia escenográfica y metafísica: descubrir Buenos Aires, analizar cada una de sus partes, desmenuzarla, recomponerla en barrios y mitología, en rejas y calumnias, en balustradas, en iluminaciones, en madrugadas y en esquinas, en susurros, árboles, carteles y plazas. Todo, absolutamente todo. El martinfierrismo (que eclosiona en la época de Alvear) es esencialmente porteño. Y su fervor se extiende a toda la generación (la de los hombres nacidos alrededor del novecientos), algunos de los cuales no militaron rigurosamente en sus filas, pero que de alguna manera adoptaron sus trucos y sus detractores. Pienso en Fervor de Buenos Aires (el libro de poesía de Borges del año 25), en Luna de enfrente y en Cuaderno San Martín. Poesía, sí, claro, y no novela. Pero si uno va en busca de la prosa narrativa seguramente la encontrará en cualquiera de sus cuentos a partir de “El hombre de esquina rosada” (porque allí están claramente consignados todos los elementos de la ciudad: las calles, la Recoleta, el cielo, la Plaza San Martín, un patio, Villa Urquiza, arrabal, calle con almacén rosado, Villa Ortúzar, una calle del oeste y la fundación mitológica de Buenos Aires, la Chacarita y el Paseo de Julio. Ahora bien, nunca limitándose a la descripción o a la enumeración. Concientes (concientes Borges y los martinfierristas) de la ambigüedad fundamental de la ciudad única y esencial, a  al ciudad por antonomasia. Cualquier elemento porteño se convertía así en un absoluto metafísico, más allá del tiempo y la geografía. Basta con recorrer otras tentativas similares para comprobarlo: Tráfico de Enrique Amorim (uruguayo rioplatense), La cabeza de Goliat de Ezequiel Martínez Estrada, Roberto Mariani (el inventor de la oposición Boedo-Florida) con sus Cuentos de oficina, Mallea, con su Ciudad junto al río inmóvil y su Bahía de silencio. Decimos que para el martinfierrismo y para los hombres de esa generación Buenos Aires pasó a ser la ciudad por antonomasia, la única, la ejemplar. Buenos Aires es el país, el resto, las provincias, no existe. Nadie entra ni sale de ellas. No tiene Buenos Aires, en Borges sobre todo, ni inmigrantes ni provincianos arrivistas, no hay clases sociales ni historia. Buenos Aires es un absoluto.
Baste recordar la culminación y la muerte del martinfierrismo que es Adan Buenosayres de Marechal: desde el título del nombre intenta ser eso: absoluto: lo que es en sí, independiente, incondicionado, Buenos Aires es todo y en Buenos Aires cabe todo: cielo e infierno, vida y muerte, centro, partida y final, sumo bien y única posibilidad de vida y de amor, cruce de los caminos y babel de las lenguas, no como serie infinita de exclusiones sino precisamente como serie infinita de inclusiones. En Buenos Aires, para Marechal, se da todo, todo allí tiene su asiento y deja de ser la ciudad o la ciudad-país de Borges o Martínez Estrada, para convertirse en la ciudad-universo. Más allá de Buenos Aires no existe nada y nada interesa, en Buenos Aires están las raíces de todo y todo se resolverá a partir de Buenos Aires. De ahí es que la obra de Marechal haya dado lugar a ataques tan despectivos como el de González Lanuza y a elogios tan entusiastas como el de Julio Cortázar, porque hasta en las reacciones parece exigir una totalidad. Correspondería señalar, agregar, algunos de los signos que de esa visión ambiciosa nos da Adan Buenosayres: Buenos Aires es perfecta, redonda y dantesca, indefinible y teológica, a la cual solo cabe acercarse en posición de iniciado, de humilde y de laboriosa vía mística: Buenos Aires es el lugar donde las contradicciones se superan y se aniquilan, y donde la visión de los habitantes trasciende cualquier planteo o esquema relativo y parcial, donde la grosería idiomática intenta adquirir categoría de lenguaje de las cosas inefables y donde los matices del idioma más refinado resultan toscos para valorar ciertos matices de lo imponderable. Y de Aristófanes a Joyce y a Lugones echa mano Marechal (verdadera supernovela de Buenos Aires o aniquilación de Buenos Aires a través de una novela) se advierte el juego constante de las grandes contraposiciones que pretenden superarse: sentimiento-pensamiento, intuición-concepto, dinamicidad-estaticidad, orgánico-mecánico,  lo alusivo-lo presente, lo expresivo-lo plástico, lo clásico-lo romántico, medida-desborde... De ahí que quepa preguntar si esa tendencia a la identificación de los contrarios, a la fusión de todos los aspectos de la realidad y de la cultura en un principio único, visto a través de la perspectiva de una ciudad no es el signo y la explicación del profundo romanticismo que caracteriza a todo el martinfierrismo. Preguntarse si ese afán por abrir con una sola llave toda una ciudad que es el mundo, no es precisamente la señal más típica de ese movimiento literario (el martinfierrista) que hasta hoy, en lo que va del siglo, es lo más importante que se ha dado en nuestro país.
Pero pasemos a los escritores de izquierda y señalemos el valor más importante que ellos le acuerdan a la ciudad, a Buenos Aires: la aventura, la ciudad como campo de batalla, la ciudad como posibilidad de lucha, de cambio, la ciudad como enfrentamiento de clases. Quiero decir, que mientras en Borges y especialmente en Marechal nos encontramos con los escritores que buscan la unidad fundamental, lo que aúna el todo y las partes, en Castelnuovo, en Barletta, en Yunque, lo que se da es lo inverso: el subrayado de las diferencias, la lucha que provocan las diferencias, la aceptación y el gusto de la lucha, el afán por diferenciar y por diferenciarse, y el prurito por enfrentar y chocar, y no por amalgamar.
A Castelnuovo, autor entre otras cosas de Entre los muertos, Carne de cañón y Tinieblas, Manuel Gálvez le llama “el Gorki americano”. A mí me parece exagerado, pero no me parece excesivo decir que es el mejor escritor de lo proletario de Buenos Aires: es quien mejor describió la comunidad de Buenos Aires, quien la entendió no como una suma de individualidades sino como un cuerpo común y homogéneo. Ya no es la descendencia de inmigrantes ni la clase de abajo, sino el mundo proletario que se mueve movido por idénticas reacciones. Lo comunitario de Buenos Aires ya es orgánico. Y si Castelnuovo toma a un solo personaje no hace sino sintetizar en esos arquetipos toda la clase que se mueve por detrás. Es la íntima solidaridad entre el proletariado lo que le interesa mostrar a través de sus arquetipos. La homogeneidad le permite manejarse con símbolos, por eso es que por primera vez van apareciendo con sus novelas hombres del pueblo que no son pintorescos, que no se definen ni caracterizan ni con tics ni con recursos de maqueta. Por primera vez realmente la seriedad del proletariado desciende sobre los obreros. Por primera vez tienen dignidad de personajes trágicos y no la simpatía de los criados cómicos, dicharacheros, irresponsables. Por primera vez con Castelnuovo la auténtica sordidez de Buenos Aires se corporiza en protagonistas dejando de ser fealdad para trasmutarse en fuerza. Es que con este novelista el arrabal porteño deja de pertenecer a las guías de turismo para entrar en las listas policiales.
Hablemos con seriedad. Este es el común denominador los escritores de izquierda: Buenos Aires tiene tinieblas, Buenos Aires tiene huelgas, la gente lucha y es fusilada.
Y si en Castelnuovo era la comunidad, los grandes grupos, los que empezaban a moverse, en Barletta es la solidaridad de los francotiradores, de los solitarios, la que surge y va en busca de las grades masas. En Castelnuovo la unidad estaba dada de antemano, se había forjado mucho antes, era algo que se daba por descontado. En Barletta es el desclasado el que va en busca de las grandes masas. Por eso podría decir que si en Castelnuovo aparece el drama de la homogeneidad, en Barletta brota el problema de la solidaridad. En Castelnuovo es la clase unida que se siente fuerte como para enfrentar a otra, es el Buenos Aires de abajo que estalla. En Barletta es el renegado, es el que ha elegido. Castelnuovo es novelista de la fuerza, Barletta de la debilidad irritada. Castelnuovo muestra los sindicatos, los mitines, Barletta prefiere ver los lugares del trabajo, las viviendas. Castelnuovo es el escritor de los obreros que exigen, Barletta de los humildes que viven y padecen. Hay más violencia y más sistema en el primero y más ternura y más desolación en el segundo. Es que Castelnuovo existía como revolucionario y Barletta como rebelde.
Tutearse con el peligro es la novela de Yunque: y ahí son los intelectuales los que se hacen cargo de los movimientos políticos de la ciudad. Es que Yunque es más el novelista de la política en general, así como Castelnuovo es el de la vida sindical. Yunque es de los que analizan la política y sus vaivenes. Castelnuovo es directamente de los que están inmersos en la lucha y no tienen tiempo para analizarla. Enrique González Tuñón se desplaza por debajo de todo eso: él es el novelista de los que viviendo mal no saben cómo salir de esa condición. Ni Camas desde un peso ni El cielo está lejos y mucho menos en Tangos aparece la posibilidad de la reivindicación o la lucha. El mal aprisiona, el mal educa, el mal mantiene y el mal llega a gustar y a padecerse sin molestias. La aceptación del mal equivale a una especie de voluntad de aniquilamiento del mismo, de inexistencia por desconocimiento. El bien, por contraste, ni se conoce ni se desea. No se sabe de él y termina por no existir. Por eso es el mundo de los condenados de la ciudad el que describe González Tuñón. Y su idioma, reo, llega a ser prestigio y vanidad, espectáculo y donaire. Se vive mal, se aferran al mal sus personajes y se engolosinan hablando mal. Y el lunfardo no es algo que suponga una falta, sino que por el contrario es la condición natural, lo necesario. Y Tuñón escribía como se habla mientras se camina, con los apresuramientos y el titubeo del que improvisa, vehemente y tierno, con ademanes y manotazos, y sus personajes inmersos en el mal alcanzan por la vía de su idioma una espontaneidad primero y una alegría después que en muy pocos escritores de Buenos Aires se encuentra: el que está satisfecho con su condición, el que se resigna y la ensalza, el que vive orgulloso de su idioma chabacano y de su ciudad vulgar. Uno de sus títulos da la pauta de posición frente a la ciudad, sus hombres y sus problemas. “El alma de las cosas inanimadas”: el colchón de estopa tiene su rango, la taza de café su poesía y su grandeza, y el hombre de los velorios su dignidad y su trascendencia. No complacencia con el mal hay en González Tuñón, pero sí familiaridad, comodidad, naturalidad. La ciudad no es cárcel ni angustia, es la única posibilidad, es la condición del hombre de ciudad.  Buenos Aires no es afrenta ni fatalidad, es situación: acá estamos, acá vivimos, “acá me las aguanto”, podría haber dicho González Tuñón.
Él, o cualquiera de sus camaradas de actitud, que si bien no alcanzaron la dignidad del autor de Camas desde un peso, adoptaron la misma visión de la ciudad: Las Reason, y Carlos de la Púa: la despreocupación, la sunción total de los porteños, el culto de lo infame (desde el Gotán a la mishiadura), la búsqueda deliberada y la jerarquización de lo infame, la divulgación del lunfardo, sus síntesis y sus glorias. La singular jerarquización de lo cursi y la dedicatoria del tango: “A Enrique González Tuñón, el más lírico de los reos porteños, con todo afecto y decidida admiración”. L.R.
En fin: reísmo, para llamarlo de algún modo, sin reivindicaciones sociales ni huelgas agresivas, sin programas ni lucha de clases, sin gremios ni fusilamientos. La solidaridad de los de abajo vista en otra forma melancólica y desdeñosa, socarrona y estoica, que se desinteresa de lo de arriba y magnifica lo dado, con la singular dignidad del que no tiene ni desea, similar a la de los mejores clochards de París y quién sabe, precedente de algún Withman del futuro Buenos Aires.
Y ahora, Arlt, Roberto Arlt, que si no entendió a los sindicatos tampoco se entusiasmó con el mal.2 Es decir, emparentado con Castelnuovo y con Enrique González Tuñón, su sentido del hombre solitario lo alejó de todo tipo de solidaridad: de la homogénea del proletariado y de la melancolía de los reos porteños.
De ahí que Erdosain, personaje fundamental de Arlt, corresponda históricamente al “hombre que está solo y espera” de Scalabrini Ortiz, que es el representante de la pequeña burguesía porteña, desconcertado ante la crisis del año 30 y que espía, arrinconado, las características de la ciudad. Erdosaín ni es un huelguista ni un reo, es un desocupado. Su actividad (en la medida en que no hace nada más que mirar) es mínima y su función se limita a la contemplación crítica de lo que ve pasar. Buenos Aires lo asusta y no encuentra mejor alternativa que arrinconarse y atisbar en tanto no posea la fuerza de los obreros de Castelnuovo ni la de los humildes de Barletta, ni el descaro satisfecho de los hombres de González Tuñón y mucho menos la agresividad lejana del Gómez Herrera de Payró, ni el ahínco de las figuras de Grandmontagne, ni la virulencia de los alucinados de Cambaceres. Es un derrotado que enfrenta un campo de batalla que jamás usó. Soledad y espera son los mayores signos del habitante del Buenos Aires del año 30: sin comité, escéptico del sindicato y la huelga, fracasado en la ‘posibilidad de comunicación de la mujer: ni Don Juan ni caften, ni compadrito ni hombre de presa.
Eso el porteño de Arlt y al margen de la novela, quien mejor dio las claves de ese momento de la ciudad y su hombre fue Macedonio Fernández en No toda es vigilia la de los ojos abiertos; el desconcierto, la abulia, la disponibilidad pueblan la ciudad con sus calles abiertas, pero permanecen impávidos. No saben qué hacer de su libertad porque no saben de sentidos ni direcciones. Su diálogo es mínimo, inocuo o confuso, y la única posibilidad de entretenimiento son las oscuras, inútiles y pueriles reuniones de inventores absurdos o de masonerías inservibles.
Con Arlt, definitivamente, el centro del mundo es Buenos Aires. Él ni se preocupa por significar ni por connotar a sus personajes en función de una nacionalidad o de una comunidad. Salen solos. No cabe el desencuentro ni malos entendidos. Erdosaín es porteño y nada más. Y la ciudad se le llega a aparecer como un “enorme barco inmóvil 0que está varado en la vida”. No tienen justificativo los porteños del año 30, no saben qué hacer con sus huesos, no saben hacer proyectos, no saben dialogar. La apatía es el tono dominante de la ciudad. No pasa nada, nada se puede hacer, hablar en voz baja y gritar está prohibido. Se espera sin apuro, sin mucha esperanza, sin tener la menor idea de lo que puede venir. Total, lo mismo da. Y el desinterés, la abulia y el aburrimiento son signos complementarios de la ciudad de Arlt. Los habitantes si no son presos porque se pasan las horas dando vueltas en un patio cerrado, son perros que tratan de morderse la cola sin lograrlo. Todos los personajes de Arlt son fracasados que no gritan su desconsuelo pero que lo rumian interminablemente, que lo comentan con la sensación de que es lo único que realmente poseen, como ganadores de su frustración y su soledad.
Mallea ve todo ese fracaso que otorga la ciudad y lo juzga pecaminoso. De ahí su anhelo por la evasión, por el viaje europeo y su correlativa división maniquea en culpables y señalados, en demonios y ángeles. Porque Mallea condena a los fracasados, no los tolera. El fracaso es el pecado para él y la fealdad, incluso el desconcierto, la perplejidad. Sus personajes tienen la obligación de cumplir inexorablemente su marcha a través de la ciudad como a lo largo de calles rígidamente delineadas. Todo tiende al orden, a la geometría. Y lo que no resulta claro es desdeñado y la ciudad malleana prefiere el día, así como la de Arlt acontece de noche. Ni sus personajes ni su idioma se permiten la imprecisión del lunfardo. Se lo evita escrupulosamente. Y así la ciudad se limita a ciertas zonas lícitas, quedando al margen u oscureciéndose aún más todo lo que resulta confuso y por confuso pecaminoso. Mutilada y sin misterios, es la Buenos Aires que va a ser prestigiada y acatada por los continuadores de Carmen Gándara, cuyo Lugar del diablo no es sino la culminación del malestar de los puros frente a lo pecaminoso y frente a lo desagradable de Buenos Aires.
La otra alternativa de Mallea son los quejosos, los que se quedan, los que no cultivan el silencio ni esperan nada y solamente se lamentan añorando lo que hay fuera de la ciudad. La ciudad se convierte así nada más que en la motivación de sus histerias, de sus malhumores. Y lo único que cultivan con empecinamiento es el rezongo: que lo que podrían hacer si salieran de Buenos Aires, que lo que hubieran logrado si se hubieran resuelto a tiempo... En fin: malestar de nuevo. No ira, ni denuncia, ni violencia ni solidaridad, ni gritos ni rebeldía. Rezongo. Buenos Aires es un muro de lamentos: basta ojear La ciudad junto al río inmóvil o Fiesta en noviembre o el reciente Simbad.
Otra variante en las visones de Buenos Aires de Mallea es la que exhiben sus protagonistas, sus primeras figuras, contrapuestas casi sistemáticamente al coro quejumbroso: ellos han visto, han tocado otras ciudades y buenos Aires no tiene nada por qué sentirse menoscabada. Y así Buenos Aires se convierte en el gran agravio, en la gran provocación, en el gran argumento. Buenos Aires es asquerosa –puede decir cualquiera de esas primeras figuras malleanas– pero yo me la he tragado como un sable y ahora me siento invicto, virgen, duro.
Es la modalidad que, con sus matices, adopta otra figura que lo sigue de cerca de Mallea, otra novelista, Silvina Bullrich, La tercera versión y Bodas de cristal: sus mujeres, sus protagonistas, también alardean de un Buenos Aires culpable pero fascinante. La ciudad justifica y enaltece a sus mujeres, por ella sobreviven y por ella se vengan. Buenos Aires resulta a fin de cuentas su cómplice y su testigo, su confidente y su excusa. Resultando así la visión más femenina de la ciudad en la medida en que se la siente como una mujer más, como una calumniada más: una ciudad que no está dividida en clases, no, ni en generaciones, sino en hombres y mujeres que la utilizan como campo de pruebas. Mejor dicho: para la Bullrich Buenos Aires es una ciudad de mujeres acechadas por hombres, de mujeres rebeldes cercadas por hombres mezquinos.
Una visión parecida de Buenos Aires es la que nos da otra mujer: Estela Canto (El muro de mármol, El hombre del crepúsculo); la ciudad está atiborrada de hombres en actitud acechante, a la espera, agazapados, pero no saben de la mezquindad sino de la inhabilidad, de la torpeza, del deseo coartado. Quieren pero no pueden y la impotencia es el signo lamentable que parece sobrevolar la ciudad. No ya de fracasados, sino de no iniciados, de indecisos. Frente a ellos, son las mujeres quienes les deben convidar y conducir, las mujeres son las iniciadoras, las descubridoras de la ciudad, las que la dominan y las que la gozan.
Mujeres que huyen de la ciudad en Carmen Gándara, mujeres que se revelan en Silvina Bullrich, mujeres que gozan en Estela Canto... Y la vida y la ciudad maravillosas en la otra novelista de Buenos Aires, Norah Lange (Cuadernos de infancia y Personas en la sala). Con nadie comparte Norah Lange su Buenos Aires, es personal e intransferible, habitada por quienes ella quiere y por las figuras que ella inventa. Ciudad desierta, poblada de nubes y de suaves fantasmas, donde el tiempo se ha cristalizado sobre un patio, dos o tres ventanas y algún zaguán. Ella se ha construido una ciudad para uso particular. De ahí que parezca un tablado de marionetas donde ella saca y pone a voluntad a sus muñecos. No hay ruidos, no hay lamentos, no hay manifestaciones ni comités, ni puertos. La ciudad es lo que se ve a través de los visillos o por la puerta entornada. Y la visión más escenográfica de Buenos Aires que conozco se vincula estrechamente con la de otra escritora, con Silvina Ocampo, cuya Autobiografía de Irene, tiene de Buenos Aires lo que se puede escurrir en verano por una ventana entreabierta: sombras que pasan, algunas palabras inconexas, un olor... Es decir, la ciudad se va diluyendo cada vez más en esta línea novelística hasta no ser nada más que un recuerdo o una alusión como en Historias de ciervos de Luisa Sofovich.
Frente a la ciudad que se va diluyendo en matices y medias palabras el realismo craso, exacto, minucioso, documental y ruidoso de Bernardo Verbitsky, cuya voluntad ha sido, desde su inicial Es difícil empezar a vivir, una suerte de inventario de la ciudad. Mejor dicho, pesquisa de la ciudad: Café de los angelitos, La esquina, Una pequeña familia, Villa miseria también es América. Su realismo podría llamarse con comodidad un realismo inmanente que se complace en nombrar, en describir, en poner con la clara y terca voluntad de un topógrafo: este barrio, esta esquina, esta casa, este café… Lo designativo es determinante y el conjunto de la ciudad tiene algo de esas perspectivas de los primitivos en que las casas en lugar de ir hacia atrás para señalar las fugas, se van superponiendo hacia arriba. Es que Verbitsky, para analizar, cuenta. Es decir, enumera: y cosa sufrida, todos los números son distintos. Así es que en su búsqueda de lo esencial de la ciudad tendrá que perseguir el infinito para quedar satisfecho. Tendrá que acumular en lugar de ahondar, pero su visión optimista del hombre de Buenos Aires (la única que tiene vigencia en la actualidad) le permite aplicar reiteradamente ese método.
Hablé de un primitivo, al hablar de Verbitsky, hasta por sus tonos, y sus trazos: gruesos, implacables, lo que da una ciudad maciza, construida con ladrillos de adobe. El bien en la ciudad surge por todas partes y los personajes parecen tener impuesto un signo de salvación; por eso se puede decir que los porteños de Verbitsky están condenados a salvarse.
La ciudad de Onetti, en cambio, la Tierra de nadie, en especial, carece de personajes. Y nos e trata de que hayan desaparecido o se conserven restos como los de una antigua civilización. No. Como tampoco se quiere decir con esto que no aparezcan hombres que hablen y piensen de una forma u otra. No hay personajes en la ciudad de Onetti en el sentido de que no hay espacio entre uno y otro, porque están echados de tal manera unos encima de otros que constituyen una masa caótica y sin intersticios. Y eso es Buenos Aires para Onetti: estados, ambientes, temperaturas; climas que nunca son transitados, dentro de los cuales nadie ni nada se desplaza. La vida humana tiene así algo de vida larval o intrauterina. Consiguientemente la respiración resulta dificultosa, el aire enrarecido, las figuras despojadas de forma y de color, los contornos desvaídos y la vida de relación limitada a un frotamiento más o menos elocuente, a lo estrictamente posible en base a los sentidos, especialmente al que reside en la piel; no se habla, ni se escucha, ni se huele en la ciudad de Onetti, todo se reduce a un toqueteo elemental. No hay recuerdos ni ideas, solamente sensaciones. Estamos pues ante novelas que nos muestran a un Buenos Aires de la vida vegetativa, de la existencia visceral. De ahí que lo únicos altibajos estén significados por una mayor o menor intensidad, que de ser clasificados tendrían que ordenarse en categorías luminosas, vibrantes, sinestésicas, pero sin que pudiera resolverse el problema de su ubicación: vibra algo en algún lugar de la ciudad o chirría o se estremece. Estamos, por lo tanto, en una urbe en la que todo el espacio está repleto de una manera orgánica sensible pero indiferenciada. La ciudad de Onetti prodiga una invariable sensación: se oyen gemidos, lamentos, imprecaciones, llamados, todos son hojas que se estremecen y que tiemblan, todos son fragmentos de algo. Pero los árboles resultan impalpables, los cuerpos perdidos. Habitamos en una ciudad inconexa y desvaída. Un pozo de descomposición en su sentido más lato. Una urbe fantasmal donde las cosas no viven sino duran y donde se ansía la muerte para obtener un término cierto, para concluir de una buena vez con esa ciudad tautológica donde no se hace otra cosa que desplegar y explicar y reiterar el primer enunciado.
La ciudad de Max Dickmann, contrariamente, está puesta bajo el signo de lo histórico; tanto en Gente como en Esta generación perdida las generaciones se suceden con un ritmo aritmético, de pausada y sabia danza. Y la ciudad se llena de abuelos, de parientes, de familias en ascenso o en decadencia, en un progreso indefinido y continuado. No hay nadie perdido, porque necesariamente es descendiente de alguien, y la filiación familiar de su primer requisito de existencia, de autonomía y de validez. Más que estar cruzada por las calles la ciudad de Max Dickmann lo está por apellidos y las cosas obtienen su legalidad en la medida en que son solares de familia. Es que precisamente la ciudad adquiere sentido y tensión en la medida en que es una gran familia, una gran casa. Pero Dickmann no se desvela por la decadencia de nadie y sus familias apuntan hacia el futuro en una potente renovación. En cambio Manuel Mujica Láinez se lamenta y su elegíaca visión se repite en La casa, en Los ídolos, en Misteriosa Buenos Aires y en todos sus libros. La ciudad ha muerto y Mujica Láinez la llora, y la realidad no cuenta porque es nueva y subalterna.
El pasado es lo único válido, la ciudad vieja, la ciudad de tradición oral. Lo que se contó o se inventó tiene más vigencia que la realidad cotidiana. Aquello tenía abolengo, esto nada más presencia. La renovación no interesa, sino la ruina, el resabio, el mito. Por eso Mujica Láinez ocuparía las antípodas de Verbitsky, porque si este se complace en la minucia de la actualidad y opta por no trascenderlas, Mujica se aferra a las reliquias de un fervor por los objetos de una ciudad pasada que llega a lo enfermizo. Pero ambos se limitan en la devoción por la cosa: esquinas de antaño o esquinas actuales, el realismo es el mismo. Por eso se equivocaron quienes ven en Mujica Láinez un idealista. No hay tal. Su realismo es tan ingenuo al fin de cuentas como el de La esquina o el del Café de los angelitos. Porque no se llega al idealismo a través del tiempo sino a través de la abstracción.
Algunos autores se me aparecen juntos al evocar la tan traída y llevada generación del 40 (para mí tan válida como la del 80). Uno es Alberto Salas, otro es Julio Cortázar. Y con estos dos se pueden rastrear las líneas de influencia con toda claridad: ya la ciudad está descubierta y los principales métodos de visión y de interpretación han sido puestos en juego. Y Salas (con su Llamador) y Cortázar (con su Bestiario) no hacen más que ponerse en la línea borgiana: el lirismo por un lado y por otro el juego metafísico. Por un lado (Salas) la ciudad amada y cantada con aire adolescente, y por otro (Cortázar) la ciudad escamoteada en el juego, en el pasillo y en el sueño.
En tercer lugar, para citar a otro miembro de la generación del 40, la imagen porteña de Anderson Imbert a través de dos libros Vigilia y Fuga. Y si los títulos son definitorios de los libros, de inmediato vemos reaparecer las largas, incansables y fervorosas caminatas por los barrios de la madrugada, que ya se anunciaban en Marechal. Y la Fuga no es sino la transposición al plano de la burla del planteo y del sentimiento de Mallea: ciudad equivalente de fracaso, de pecado, de réprobos y elegidos, de oscuridad, y la correlativa urgencia por huir, por abandonar la ciudad (pero no volver como ocurre con el campo de Güiraldes, sino para no verla más, para desasirse de ella, para salvarse de ella).
Y, por fin, los recientes descubridores de Buenos Aires. Todos ellos mis compañeros de generación y todos ellos con sus respectivos padres más o menos reconocibles. Y todos ellos limitados temporalmente por lo que ya en otras ocasiones he llamado “la década absurda”.
Son muchos y valiosos, son impetuosos y sagaces, como para ir alcanzando la autonomía de sus padres:
1.- Valentín Fernando, con Desde esta carne, se vincula estrechamente a la ciudad caótica de Onetti, de límites borrosos y de personajes acumulados y jadeantes.
2.- F. J. Solero, con La culpa, prosigue la línea de Roberto Arlt y del pecado compartido por todos los habitantes fracasados, alertas pero escépticos.
3.- Roberto Hosne, con Gente sencilla, que intenta aunar la tensión de las clases porteñas, ya dibujadas por Castelnuovo, y la humildad bonachona de Barletta. Y, claro está, del realismo minucioso de Verbitsky.
4.- Eduardo Dessein, que con su lúcido sentido historicista prolonga lo mejor del Dickmann de Esta generación perdida en su libro Su generación; impugnación a los viejos, reclamos y afanes de renovación y el derecho de los más jóvenes a gobernar la ciudad.

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1 Alusión a Uno y la multitud publicado por Gálvez en el año X. Nota del editor.
2 Alusión al análisis de la obra de Arlt realizado por Oscar Masotta en Sexo y traición en Roberto Arlt, Jorge Álvarez, 1965. Si bien el trabajo de Masotta fue publicado años después, es el resultado de una serie de trabajos publicados anteriormente. Nota del editor.

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