miércoles, 15 de febrero de 2012

"El límite" José Bianco

José Bianco (1908 - 1986) escritor argentino, se desempeñó como colaborador, secretario y finalmente jefe de redacción de la revista Sur entre los años 1938 y 1961. Trabajó en la Editorial Universitaria de Buenos Aires (Eudeba), renunciando  en 1967 cuando fue intervenida durante la dictadura de Onganía.

Su La pequeña Gyaros, libro de relatos publicado en 1932, obtuvo el  premio Biblioteca del Jockey Club. En 1941 da origen a  Sombras suele vestir, obra incluida en  la Antología de la literatura fantástica, de Jorge Luis Borges, Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares, cuya página preliminar firmada por Borges afirma: “Como el cristal o como el aire, el estilo de Bianco es invisible. Las palabras, aunque armoniosas, no se interponen entre el autor y los lectores. Este es un modo de afirmar que su estilo es clásico [...] Las páginas de José Bianco nos confían casi imperceptiblemente, una historia que nuestra imaginación agradece y de la que no podemos descreer”.

Las Ratas, novela publicada en 1943, fue llevada al cine por Luis Saslavsky en 1963. En 1972 publica su última novela La pérdida del reino y en 1977 se edita la recopilación de sus ensayos bajo el título Ficción y Realidad.

Su obra, traducida al italiano, francés e inglés, ha sido publicada en los Estados Unidos, México, Venezuela,  España, Suiza e Italia.

Entre otros autores, José Bianco ha traducido a Henry James, Ambrose Bierce, Jean Paul Sartre, Tom Stoppard, Paul Valery, T.S.Elliot, Julien Benda, Samuel Beckett y Jean Genet.

Falleció el 24 de abril de 1986, en la ciudad de Buenos Aires, a causa de múltiples complicaciones pulmonares.
   De Así escriben los argentinos, antología, Ediciones Orión, 1975



Mi familia se embarcó para Europa, dispuesta a hacer un largo viaje que habría de durar dos años, y yo, pobre de mí, entré pupilo a un colegio de Buenos Aires. En aquella época cursaba los últimos años del bachillerato. Mi madre, antes de irse, reanudó amistad con una parienta suya que viejos disgustos habían alejado de nosotros. Yo quedaba solo, abatido. Mi estado de ánimo era propicio para tomar en cuenta las palabras de mi madre:

—Tu tía Amanda... ¿Tienes la dirección? Acuér­date, debes ir a visitarla.

Y así fue como un día me presenté en Kensington House, pensión u hotel de pocos huéspedes de la calle

Vicente López, un día y otro día, primero con bastante desconfianza, después turbado y ansioso como no lo estuve nunca. Tía Amanda y Bebé me cautivaban. Para mostrarse atentas con mi madre, supongo, desde el principio me trataron con la mayor intimidad, y yo —debo decir que nada me cuesta idealizar a las per­sonas que me agradan— llegué a sentir por ambas un singular entusiasmo. Creo haber sido, de muchacho, espontáneo y afectivo; sin embargo, hasta entonces no alcanzaba a comprender algunas frases hechas como "las veladas en familia" o "las dulzuras del hogar". Pero cuando me sentí tan melancólico en ese nuevo colegio, con sus altas paredes y sus aulas frías, hostiles, comprendí muy bien el encanto de pasar algunas tardes de invierno en una habitación abrigada y placentera, conversando con dos personas que me tenían buena voluntad.

En mi atracción por tía Amanda y Bebé estaba in­cluido todo aquello que de un modo u otro las rodeaba; sin duda, a mi entusiasmo no era ajena la sala donde transcurría gran parte de su vida. A veces la mucama de la pensión llevaba en una pala varios tizones encen­didos; hasta que los depositaba en la estufa, una este­la de humo corría por el aire. Yo pensaba en la sacris­tía del colegio, que los alumnos atravesábamos poco después de levantarnos para oír misa de seis y media. A esa hora de la mañana, una nube de incienso desdi­bujaba el lavabo con sus largas toallas, desteñía el verde y el violeta de las casullas bordadas en oro, pero no lograba apaciguar la orden imperiosa que brotaba de las paredes: "Silentium". Entonces este humo mezclado a nuestras voces que en la sala de mi tía se disipaba a los pocos segundos de aparecer, adherido a las curvas de un sofá Luis XV, se me anto­jaba un humo pecaminoso. Mi prima Bebé solía que­mar en un sahumador pastillas de benjuí. Las corti­nas, los retratos de familia, los adornos de porcelana y hasta el obstinado reloj de la chimenea, que mien­tras daba una hora marcaba la siguiente, parecían al igual que yo disfrutar de aquel perfume, como esos ancianos que de cuando en cuando, en medio de la conversación, sacan un pañuelo del bolsillo y lo hue­len devotamente. No sé cuántos años habían vivido mis parientas fuera del país. Tampoco sé si eran ri­cas. Me inclino a suponer que no, aunque había en ellas esa especie de velada autoridad que confiere el hábito de la fortuna. Tenían, asimismo, un largo au­tomóvil en el que iban a Palermo, las mañanas de sol. Ah, cómo hubiera deseado acompañarlas. No era posi­ble. Mis estudios me obligaban a permanecer en el colegio hasta muy entrada la tarde. Una vez por se­mana, además de los domingos, gracias a un pedido especial de mi familia conseguí que me permitieran volver a las diez. Entonces me quedaba a comer con ellas. La mucama disponía los cubiertos en una me­sita redonda, y yo comía oprimido por el crujiente vestido de seda oscura de mi tía y las gasas de colo­res que envolvían y descubrían el cuerpo blando, de­licado de Bebé.

Por las noches trataba de dormir. Pensaba con angustia que a la mañana siguiente me sería forzoso levantarme a las seis, y esta perspectiva me llevaba a buscar desesperadamente el sueño, a mantenerme inmóvil, con los párpados bajos, sin ocupar la imagi­nación. Todo era en vano, no perdía la lucidez, perdía la conciencia física de mi cuerpo; creía sentirlo redu­cirse poco a poco hasta llegar a transformarse en algo muy pequeño, casi inmaterial… y al volver en mí, me encontraba murmurando palabras entrecorta­das acerca del pelo castaño claro de Bebé, o de sus manos suaves que me acariciaban con cualquier pre­texto. A todo esto, el alba comenzaba a insinuar las camas de hierro. Acá y allá iban surgiendo rectas finas y planos tenues, como esfumados por la niebla.

En el internado nos cuidábamos muy bien de con­fiarnos los unos a los otros. Aunque había solidaridad entre los estudiantes, lo concerniente a la vida pri­vada de cada uno, a sus familias o a los seres queridos con los cuales estábamos ligados fuera del colegio, permanecía en un ámbito secreto, amurallado de si­lencio inexpugnable a los extraños. Con cierto fervor no exento de avaricia cada cual guardaba para sí ese tesoro que formaban los recuerdos de su madre, de sus hermanas o de su novia, por temor a suscitar las burlas o indiscreciones de los demás. Yo, que man­tenía con mis compañeros relaciones superficiales, me hice muy amigo de Jaime Meredith, un muchacho in­glés. Cuando su padre compró un campo en el norte del país, Jaime se vio trasladado de una aldea inglesa, en las inmediaciones de Nantwich, a una finca de la frontera boliviana.

Carreteras apacibles, bohardillas con visillos de li­nón que asoman entre las tejas descoloridas, mucho verde, suave, difuso, tamizado por la distancia, leve­mente tocado de gris. Y un buen día, como quien alza un telón de teatro y baja otro, Jaime se enfrentó con paisaje desmesurado y bárbaro. Al césped húmedo y a los paseos en sulky vio sucederse los coyas envuel­tos en ponchos de colores violentos, los ríos fragosos, al pie de las montañas, que se desbordan al comenzar la estación.

Hablaba en un castellano balbuciente, entreverado de giros de provincia que él subrayaba con su marcado acento inglés. Cuando entró al colegio fue el mo­tivo de todas las bromas, hasta que una vez mis pu­ños salieron en defensa de ese muchacho desteñido, de mirada transparente y ojeras casi blancas, sonro­sadas por las pecas. Más tarde, cuando supe que era enfermo y presencié uno de aquellos extraños ataques que padecía, después de los cuales quedaba rígido en el suelo, los ojos apagados y los labios orlados de espuma, concebí por él un afecto lleno de compasión y de buenos deseos. Nos hicimos amigos: en los recreos, durante el estudio y sobre todo por las noches, antes de dormirnos, conversábamos larga­mente, en voz muy baja, por temor a que nos sor­prendieran.

En la atmósfera un poco enrarecida de los dormi­torios, no bien escuchábamos la confiada respiración de los demás compañeros que se dormían en seguida, yo le contaba a Jaime mil detalles concernientes a tía Amanda y a Bebé. De vez en cuando nos obligaba a callar la silueta del padre inspector que caminaba por el pasillo, entre la hilera de camas, las manos unidas atrás y la cabeza echada hacia delante. El ruido de sus pasos se alejaba lentamente y mi voz, hasta en­tonces casi imperceptible, comenzaba de nuevo con modulaciones roncas que yo me esforzaba en domi­nar. El egoísmo de mi tía, su indiferencia para con Bebé, las frases, las actitudes, los pormenores de que estaban colmados sus vidas, iban adquiriendo, di­chos a media voz, una intensidad y un dramatismo inesperados. Jaime me obligaba a volver sobre mis palabras. Yo lo sentía agitarse en la cama revuelta y escuchaba su voz cadenciosa que me hacía muy des­pacio una pregunta pueril. Yo le respondía:

—Jugaba con el collar. Era un collar de cuentas ver­des, dispuesto en tres hileras desiguales. Ella lo hacía correr entre los dedos, alrededor del cuello.

Poco sabían mis parientas de este ser que yo mez­claba a sus vidas. Hasta sería jactarme si dijera que a mí mismo me asignaban importancia. Tía Amanda, con su reserva habitual, apenas me tomaba en cuen­ta. Bebé me trataba como a un animalito doméstico que la divertía en sus ratos desocupados. Le gustaba pellizcarme las mejillas, zamarrearme el pelo, y me prodigaba esa ternura y coquetería instintiva de las mujeres bonitas. Al mirarla, yo recordaba una flor, una de esas rosas blancas, muy abiertas, que uno se abstiene de tocar por temor a deshojarlas, pero al fin, cuando se atreve a rozarla con los dedos, com­prueba que en sus pétalos consistentes no existe tal fragilidad. Algunas tardes yo la solía encontrar re­costada, con un libro abierto sobre las faldas. Tenía los labios más pintados que de costumbre, fumaba. Echaba la cabeza hacia atrás, con expresión soñadora, y después exhalaba el humo muy despacio, entre los dientes, como si quisiera retenerlo al mismo tiempo. Yo le hablaba de mis proyectos, de mis estudios, de la vida de colegio, de Jaime Meredith... Bebé me es­cuchaba sumisa y de vez en cuando me dedicaba, una sonrisa llena de benevolencia. Pero yo, con cierta perspicacia impropia de mi juventud, creía notarla un poco distraída.

Otras tardes venían algunas amigas a visitarla. Tía Amanda se sentaba can su tejido cerca de la chime­nea, y ellas formaban una rueda, dejándome apartado de la conversación. Ya jugaba a un solitario sobre la mesita: me encontraba como un espectador a quien sólo le está permitido escuchar desde su butaca. Y esas tardes, después de escucharlos, hubiera llorado de buena gana mientras barajaba los naipes franceses con un sentimiento inexplicable de humillación, mien­tras veía desfilar las damas, un poco atónitas, de corazón y de pique, los reyes negros y los valet rojos que me contemplaban con sus bigotes retorcidos y su aire dolorido y ridículo. Por lo general pasaba inadvertido entre esos señores atildados, de voces roncas, que olían agradablemente a tabaco y Agua Colonia Imperial. En una ocasión, sin embargo, uno de ellos le hizo a Bebé una pregunta en francés. No pude comprender lo que decía, pero tuve la seguridad de que sus palabras aludían a mí. Bebé se limitó a tor­cer los labios, y prosiguieron hablando con los demás.

Cuando yo le contaba a Jaime lo sucedido esas tar­des, no confesaba el papel deslucido que me tocaba representar. Modificaba los hechos para no herir su orgullo, o el mío, o vaya a saber por qué, asignándo­me un lugar preponderante en la conversación. En mis ingenuas versiones, Bebé y yo figurábamos sosteniendo un animado diálogo que los demás festeja­ban ruidosamente. Y me atribuía las réplicas más agudas, las frases de mayor efecto, y las ojos de mi amigo adquirían un brillo intenso, húmedo, y sus pes­tañas cenicientas se agitaban ansiosas al seguir el hilo de mis palabras. Hablábamos de Bebé infinita­mente, con melancólica ternura. Bebé, que aparecía como en algunos retratos de mujeres inglesas pinta­das por maestros flamencos, los cabellos voluntario­sos, con reflejos castaños, de los que se desprendía una extraña voluptuosidad, los labios entreabiertos, el cutis ardiente. Su imagen llenaba todo el colegio, parecía flotar en el silencio del estudio, en el interior sombrío de la iglesia, en las reticentes penumbras de los dormitorios.

Las visitas de aquel señor que se había referido a mí una tarde, conversando con Bebé, se fueron hacien­do cada vez más asiduas en Kensington House. A mis insistentes preguntas, Bebé respondía con desgano, como si le costara prestar atención. Pude enterarme de que no era francés, como yo creía, sino argentino. Estaba de paso en Buenos Aires y ocupaba un cargo importante en nuestra embajada en París. Casi día por medio yo lo veía entrar en la sala de mi tía, dejar el sombrero y el bastón sobre una silla y sentarse en el sofá. Entonces mi prima preparaba el té, un té especial que sacaba de una caja guardada en el ar­mario; lo servía en unas bonitas tazas de porcelana blanca, dentro de las cuales el té adquiría matices rosados y tenues.

Comencé a evitarlo. Me fastidiaba, sobre todo, ver­lo sentarse en el sofá Luís XV, a la derecha de Bebé. No había llegado aún, y yo presentía su persona en el cuidado que ponía mi prima en ordenar la habita­ción y en el rojo excesivo con que acentuaba sus la­bios. Sin embargo, no me atrevía a contárselo a Jaime. Mentía espontáneamente, y los detalles se entrelaza­ban unos con otros dando lugar a construcciones amar­gas e ilusas con las que inútilmente pretendía enga­ñarme.
¡Engañarme! ¿Acaso era posible? Persistía en mí el recuerdo de esas tardes fatídicas en que me alejaba de Kensington House para ir a sentarme en un banco de la plaza, desde donde alcanzaba a divisar el resplandor amarillo que surgía de la ventana de Bebé. Adivinaba la curva audaz de la pantalla, ilumi­nando la seda gastada del sofá. Y allí sentados, muy cerca uno del otro, Bebé y ese hombre de modales atrayentes, con las sienes blancas y el semblante fa­tigado y juvenil.

Tiempo después, al ir a visitarlas, me sorprendió el desorden inusitado del departamento. Pequeños triángulos de polvo y de pelusa aparecían en los rin­cones donde los muebles, retirados de su sitio, exhi­bían ante mis ojos el impudor de sus cajones, vacíos, forrados en papeles de color rosa. En la sala había sa­lido a relucir todo el equipaje de mi tía, y Bebé andaba de un lado para otro, sorteando valijas y cajas de sombreros, mientras acomodaba diferentes objetos. Al pasar, como en los primeros tiempos, hundía la mano en mis cabellos y con sus uñas demasiado lar­gas me arañaba la cabeza. En fin, todo lo supe, y quedé silencioso por un largo rato, observando los tickets desteñidos de los baúles, sintiendo una oscura admiración por mi persona insignificante que de pron­to era abatida por una desgracia de tal magnitud. Mi tía Amanda me decía:

—Cuando estemos en París, Carlos Horacio, no de­jes de escribirnos.

Jaime me esperaba como todas las noches para ini­ciar un diálogo sobrecargado de Bebé y escuchar de mis labios esos cuadros que yo, utilizando y combi­nando recuerdos falaces, trazaba maquinalmente. Pe­ro a mí ya todo me parecía inútil. ¿A qué continuar? La realidad se imponía a mi inteligencia, una reali­dad que despejaba mi ensueño como esos vientos fríos que disuelven las nieblas matinales. A la primera pre­gunta contesté como si Bebé careciera de importan­cia. Casi de espaldas, a punto de meterme en la cama, respondí por lo bajo con una voz nítida y breve:

—Bebé se va a Europa pasado mañana. Se casa con el diplomático.

Y caí rendido por el sueño.

Me despertaron los gemidos de Jaime, sus violen­tas convulsiones. Los muchachos, medio desnudos, se agrupaban a nuestro alrededor, los jesuitas lo suje­taban con fuerza, y el intenso olor de la valeriana parecía envolvernos a todos. Era una crisis, una de sus crisis periódicas, pero de la cual no salía con la asombrosa facilidad de otras veces. La fiebre, en lu­gar de ceder, fue aumentando en los días sucesivos. Telegrafiaron a su padre, lo apartaron de nosotros, lo llevaron a la enfermería, donde nos estaba vedada la entrada. Al cabo de una semana, el hermano Nica­sio nos confesó que había muerto.

He aquí el término de mi relato, de este relato que temo dejar inconcluso y al cual me esfuerzo, inútil­mente, en prestar cierto sentido. ¿ Es que puede una persona, sin saberlo, llegar a pesar tanto en la vida de otra? ¿ Es acaso posible que a gran distancia, sin proponérselo, pueda su influencia trabajar secreta­mente en un desconocido?

Desde tu balcón de la rue Royale, hasta donde sube, incansable, el tumulto de los bulevares, tú permaneces ajena a todo, suave y dócil Bebé. Nada sabes. Quizá nada tengas que saber. Es posible que no se trate sino de coincidencias, de hechos aislados que uno se em­peña morbosamente en vincular. ¿A qué pensar otra cosa? Ante nuestros ojos se extiende un velo pintado de colores inofensivos con el cual nos hemos familiari­zado. No intentemos descorrerlo. En torno a nosotros, junto al horizonte, la vida nos impone un límite preci­so, más allá del cual todo es vaguedad y misterio. Res­petemos el límite, si no queremos lanzarnos extravia­dos, por senderos que no tienen fin.



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